Yo sospecho que hay algo del Quijote en Chespirito. Ambos, además de hablar el mismo idioma, son héroes cuarentones o cincuentones a quienes la primera juventud los ha abandonado; ambos son parlanchines y su fuerza está en la oratoria, en el discurso –en la filosofía genuinamente castiza que no intenta dominar ni cambiar el mundo de raíz, sino aceptar agradecida o resignada el pueblo que en suerte nos cayó. Shakespeare, según Harold Bloom, domina el canon occidental con sus héroes lacónicos, de gesto trágico, reafirmados en lo pragmático: “To be or not to be. That is the question”. Shakespirito, digo, Chespirito, prefiere afirmarse en la debilidad: en vez de volar como Superman o Batman, se empequeñece con las pastillas de chiquitolina; en lugar de soltar telarañas como Spiderman (pronunciado a lo ibérico: “Espiderman”) oprime su chicharra paralizadora. Como del Quijote, también todo el mundo se burla de él y lo parodian y aun lo hacen interpretar una comedia dentro de la comedia. La vecindad del Chavo está llena de niños cuarentones.
Dos días antes de la muerte de Roberto Gómez Bolaños un avión me había traído a Ciudad de México procedente de Berlín. Vine a entregar mi tesis doctoral sobre Alfonso Reyes y el origen de las vanguardias hispánicas. A Dianis, que se quedó en Alemania, de inmediato le conté mi primera nueva impresión: tu país es fabuloso, amor. Es el tono más fuerte –por lo numeroso, por lo cultural, por lo que quieras– de nuestra lengua. ¡Qué voceo del “scho” argentino; qué jota española de joder; que mariKa o Ijueputa del colombiano! ¡Qué va! El suave acento mexicano manda.
Ayer, antes de asistir al Estadio Azteca para rendir tributo al comediante que me alegró en la infancia profunda, salí a desayunar a las 9 de la mañana. Caminé por las calles del barrio Villa de Cortés. Vi a uno de los barrenderos, que hacen ruido desde las cinco de la mañana, fortachón en su camiseta de esqueleto, sin frío a pesar de cierto aire helado, barriendo la calle. Con ganas. El hombre recogía las hojas secas, las echaba en el camión de la basura, mientras se albureaba con el pepenador, y siguió barriendo y tarareando, ronco, una ranchera de José Alfredo Jiménez, que brotaba de su radiecito móvil. Este es mi héroe y a quien rindo pleitesía y cuya ideología comparto.
Borges decía que en el Corán no abundan los camellos porque no se abusa del color local, y se fastidiaba del nacionalismo argentino que se regodeaba en el gaucho. Algo parecido sospecho en el hastío de ciertos intelectuales mexicanos por el Chavo. En el cristal del IPhone, al conectarme a Facebook, veo a algunos muy ideologizados: acusan a Roberto Gómez Bolaños de derechista, de trabajar para la televisora privada, de servir a la burguesía poderosa. Parecen pedagogos: lo acusan de haber educado al pueblo en la sumisión, en la tontería, en el conformismo. Lo despiden cruelmente, sin condolerse de su muerte. Se resisten a condescender con lo popular. Ignoran que un lenguaje cercano al pueblo no es, por popular que parezca, en modo alguno popular. El lenguaje de los libretos de Roberto Gómez Bolaños, las frases del Chavo o del Chapulín, se apoyan en reconfortantes refranes, y hay quienes vislumbran en sus argumentos huellas de la Edad Media y del Siglo de Oro. Sólo hay originalidad verdadera cuando se está dentro de una tradición. Todo lo que no es tradición es plagio. (D’Ors).
Me subo a un pesero por todo Tlalpan y me bajo en la explanada del Azteca. Estoy untándome de pueblo, le digo a Dianis. De mí mismo. Está lindísimo. En la entrada hay una montañita de flores con imágenes del Chavo, y el pueblo le arroja flores y los niños le sonríen. La sonrisa, decía don Roberto, es un triunfo de la inteligencia: significa haber entendido el chiste de la vida.
Me siento en una de las graderías. El ataúd de Chespirito está en la mitad del estadio, bajo un quiosco, con un inmensa cruz al frente. Ha empezado la misa. Me encanta el dogma católico en cuanto desintegra todo nacionalismo, toda diferencia regional, toda frontera política o ideológica: “Somos ciudadanos del Reino de los Cielos”, dice el curita. “Cada gesto de misericordia, de humor, de alegría, es la realización del Reino de los Cielos, y Chespirito lo llevó a plenitud”. Y agrega, bastante enterado de la situación: “si queremos salvación, orémosle a la morenita del Tepeyac, a Nuestra Señora de Guadalupe”.
Sublime. Suena en versión de Schubert “Ahhh Ave Marííiiiiiia, Gratttiaa pleeeeena…”, y se me escapan las lágrimas. Me sudan los ojos, dice el rudo mexicano cuando llora. Y qué lloradita más bacana me estoy pegando –me digo con mi acento paisa: ahora con Mariachis, y antes los niños cantando, dándole gracias al Chavo… La mitad del Estadio tiene antenitas de vinil y un chipote chillón, y nos levantamos a aplaudirlo, a despedirlo. El cortejo fúnebre, escoltado con los niños disfrazados de Chavos y Chapulines, sonriendo, le da la vuelta al estadio. México es muy bello. Gracias, don Roberto, por darnos tantos héroes. Por hacernos felices la infancia a muchos. Lástima que tenga que morirse.
Al desaparecer el ataúd en el sótano del Estadio, finalmente, la gente comenzó a ovacionar a Florinda –a doña Florinda, a la Chimoltrufia, a su señora esposa, a la mujer fuerte, a la que disciplina el Eros. Tánatos se ha llevado al Chavo. Mi sentido pésame, doña Florinda. Saludos a don Ramón, viejo Chavo. Celebremos siempre, admiremos siempre a quienes conquistan la imaginación de la gente.