Nos conocimos alguna tarde de marzo de 2003 en el auditorio del Museo Nacional. Acababa de comenzar una conferencia sobre los doscientos años del viaje de Humboldt por el río Orinoco. Johann se sentó a mi lado. Nunca lo había visto antes y me sorprendió cuando, en medio de la lluvia de aplausos, me tocó el hombro y me susurró cerca del oído su opinión sobre el conferencista:

– Este man siempre desliza el mismo cuentecito de Hölderlin y los U’wa.

El tono de su comentario me hizo sentirlo de inmediato como a un viejo amigo.

– Ponete a pensar –me dijo ya en un pasillo del museo en medio de un improvisado coctel–, ponete a pensar si la poesía de Hölderlin tiene algún parecido con la mitología de los U’wa… Humboldt no conoció esa comunidad indígena de la Sierra Nevada del Cocuy, como para que a su regreso a Alemania le hubiera dicho algo a Hölderlin. Además, quién sabe si se conocieron ese par…

Admitimos que era una licencia poética para criticar con otras palabras lo que por estos días se criticaba tanto: la oposición al desalojo de las tierras de los U’wa, para que venga la Oxi, la civilización occidental, y extraiga la sangre de sus dioses, el petróleo, pero que había que ser más concreto.

– A mí el conferencista –dije– me parece mejor poeta que ensayista.

– No hay diferencia entre lo uno y lo otro –me increpó Johann. – ¿No fue Hölderlin el que dijo “el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”?

Quedé asombrado de su erudición y le pregunté:

– ¿Estudias historia o literatura? –

– Ninguna de las dos –me dijo sin ningún énfasis, y de inmediato giró el tema de la conversación adonde le interesaba.

– Me gusta leer. A veces escribo. Y entre los escritores actuales al que más admiro es a Germán Espinosa.

– ¡Así! –  disimulé mi asombro. – Qué raro escuchar eso. Entre mis compañeros de universidad casi nadie lo ha leído; ni siquiera lo han oído mencionar. Una compañera lo confundió con el filósofo Baruch Spinoza.

Me extendí con cierto regodeo a contarle que conocía a Espinosa. Pero Johann simuló no darle importancia y siguió hablando de las novelas que más le gustaban de Espinosa.

– La tejedora de coronas me parece genial, sin duda, no lo niego, pero la verdad es que me gusta más La balada del pajarillo. La leí en vacaciones, y te lo juro que me iba temprano de las fiestas para seguir leyéndola toda la noche; esa trama te agarra, te subyuga… – y se llevó la mano al cuello, ciñéndose la bufanda como la mayoría de los viejos, y amagó alistarse para abandonar el museo.

Temí que el misterioso admirador de Espinosa se me esfumara y me dejara íngrimo en el antiguo patíbulo, y me apresuré a decirle que era en serio, que yo solía conversar con Espinosa y con su esposa Aitana en una café por la Jiménez, en las mañanas, como a las diez. Que son muy amables y que si quería un día de estos se lo presentaba.

– Ve, bacano – me dijo. – ¿Y como cuándo te vas a ver de nuevo con él?

– Cualquier día: mañana incluso…

En el último asiento del bus, por la séptima, nos presentamos:

El usted capitalino me resultaba demasiado distante y nos hablábamos de vos.

Mientras intercambiábamos números de celular me contó que era de Popayán y que trabajaba en Cali para una universidad privada, pero que hacía unos cuantos meses estaba en unas prácticas en la secretaría de Hacienda. Que había estudiado Economía.

No me sorprendí mucho. Los que se toman la literatura como “profesión” pierden todo interés en ella. La estudian, no la aman.

A la altura de la 60 con séptima se levantó para bajarse.

– Te llamo mañana como faltando un cuarto pa’ las diez – me alcanzó a decir.

Fue así como iniciamos una intensa amistad.

Continuará…