En 1893, de regreso de su primer viaje a España, Rubén Darío desembarcó en Cartagena de Indias. Sólo estuvo una tarde –no se quedó a dormir en ningún hotel–, pero la aprovechó al máximo.  Tuvo la suerte de que ese día en Cartagena, a pesar de no ser la capital, se encontraba Rafael Núñez, el único presidente caribeño que ha tenido Colombia. Como Núñez tenía algo de poeta se emocionó por la visita del autor de Azul… (1888), y le ofreció a Darío el puesto de cónsul de Colombia en Buenos Aires, de paso para financiarle un viaje a París.

 

Con impuestos de los colombianos de entonces, digamos, fue así cómo Darío conoció París y llegó por primera vez a Buenos Aires. Él mismo contó con humor lo paradójico de ser embajador de un país que prácticamente no existía fuera de sus fronteras (por lo demás también inexistentes, queja que más tarde elevará al máximo Rivera en La vorágine):

«Presenté mi Carta Patente y fue reconocido por el gobierno argentino como Cónsul General de Colombia. Mi puesto no me dio ningún trabajo, pues no había nada que hacer, según me lo manifestara mi antecesor, el señor Samper, dado que no había casi colombianos en Buenos Aires y no existían transacciones ni cambios comerciales entre Colombia y la República Argentina.»

El señor Samper era José María Samper (pariente de quienes sabemos), el plumífero más prolífico del siglo XIX colombiano y que de ser liberal radical pasó a ser radical conservador. Veleta al viento.

¿Qué más?, como saludan en Colombia. Pues que Rubén Darío se había educado con los jesuitas en Nicaragua y que uno de sus maestros fue uno de origen colombiano, el jesuita Mario Valenzuela Pieschacón, autor de un tratado de Clásicos griegos y latinos (1859). Él familiarizó a Darío, ya no sólo con la mitología clásica, sino también con los Ejercicios de Loyola, es decir, con una pedagogía profundamente intuitiva que ejercita la memoria o la nemotecnia. De ahí que Darío pasara horas repasando el Diccionario y que la lectura de su poesía sea, en un primer lugar, un enriquecimiento léxico.

Había nacido el 18 de enero 1867 en San Pedro de Metapa, un pequeño pueblo en el noroeste de Nicaragua, que ahora ya lleva su nombre: Ciudad Darío. Desde muy joven, por su facilidad para versificar, lo apodaron el “poeta niño”, y él mismo relató cómo lo solicitaban para animar fiestas, discursos y hasta posesiones de presidentes en Nicaragua, El Salvador, Honduras y Costa Rica. A los 19 años ya había recorrido casi todos los palacios presidenciales de Centroamérica, sin saber muy bien en qué se diferenciaba una nación de otra ni en que consistía la democracia. España –la lengua española– fue el país que más quiso. Darío nos salva de la tiranía de los nacionalismos.

 

Por eso Darío sigue siendo el gran poeta del idioma. Los vanguardistas posteriores, Huidobro, César Vallejo, Neruda, Paz, de Greiff no lo igualan. Darío dejó uno de los poemas más profundos de nuestro idioma que se titula “Lo fatal” y que está incluido en el poemario Cantos de vida y esperanza (1905). Se trata de un poema que formula casi a la perfección el sinsentido de la existencia:

 

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura, porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror…

Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

y no saber adónde vamos,

¡ni de dónde venimos…!

Darío murió hace 100 años: el 6 de febrero de 1916.