El título lo tomamos de un escolio de Nicolás Gómez Dávila. Quiere decir que debemos investigar muy a fondo el origen de nuestros conflictos, porque éstos no se pueden eliminar a riesgo de caer en el Absolutismo. Eliminar el conflicto implica eliminar la convivencia: con-vivencia tiene la misma raíz que con-flicto.

Con sus órganos de poder, el Gobierno alinea a sus columnistas de izquierda y de derecha para preparar psicológicamente al ciudadano en el papel que debe desempeñar en la nueva sociedad del Posconflicto: sentirse insignificante y dispuesto a subordinar toda su vida a propósitos como el de una paz abstracta. Así el ciudadano podrá engranar mucho mejor en la máquina económica sin protestar y con la sonrisa en el rostro, porque ya habrá Paz.

 

        La paz del multiculturalismo

 

A juzgar por los comerciales oficialistas y por los nuevos clérigos (los columnistas principalmente de Semana y El Espectador), el conflicto colombiano se soluciona si se firma la paz con las FARC. Las FARC, pues, son un correlato de la oligarquía. Los poderosos siempre se unen por más enemigos que parezcan.

La palabra paz es una de las que menos sentido contiene entre el lenguaje humano, decía mi maestro. ¿Por qué? Porque el concepto de paz nace de lo no calculable, de lo no previsible, ni por lógica ni por matemáticas, ni por razón ni por inteligencia puede imponerse una paz, so pena de imponerse una Dictadura.

La Pedagogía de la paz será impuesta por la Policía. Ningún país más pacífico en Hispanoamérica que la Cuba de la dictadura castrista. Ningún país más pacífico, en la ajetreada Europa del siglo XVII, que el Califato de Turquía, decía el gran Baruch Spinoza (Tratado teológico-político).

Los malos, para que todas las cosas les sirvan a ellos, necesitan que los demás hombres consientan y converjan en su paz, decía San Agustín en Civitas Dei (Libro 19, cap. XII). Los malos están urgidos de vendernos su paz, puesto que así lo ordena o lo permite el Imperio estadounidense. Semejante imperio depredador se encuentra sumido en la peor descomposición social de su historia. El multiculturalismo lo ha subdividido en afros, latinos, gays, lesbianas, sin ninguna solidaridad entre sí. Personas que prefieren tener identidad a tener personalidad. Ese multiculturalismo angloamericano -negación de nuestro ecumenismo mediterráneo- se vende como la última Coca-Cola entre nuestros clérigos modernos. Pobres. Compran los deshechos del patrón.

 

      El Derecho auto-referencial

 

Hay demasiada confianza en el Derecho  positivista y auto-referencial, es decir, en grabar por escrito cualquier norma o conducta por minoritaria que parezca. El decálogo de Moisés, que rigió por muchos siglos a los judíos, no necesitó de una onceava ley para incluir a todo aquel que se sintiera distinto, puesto que el sentimentalismo de la identidad no concede un valor de Ley. Hacerse ilusiones porque una norma aprobada por la Constitución vaya a modificar de facto la realidad es propio de los arrogantes magos de las religiones primitivas. El pronunciar el «abracadabra» solamente abre Sésamos en las fábulas. El exceso de Derecho positivista (las ideologías de género, los Acuerdos de La Habana…) violentan la realidad al obligarla a satisfacer los caprichos pseudo-justicieros de los más poderosos. No hacen sino dividir familias.

El desprecio por el antiguo casuísmo nos ha conducido hasta este callejón sin salida del leguleyismo positivista -sensualista y utilitarista- tan típico de la peor herencia que nos legó el siglo XIX.