Reseña de El tren de Lenin [Lenin on the train], Catherine Merridale, trad. de Juan Rabasseda, Crítica, Barcelona, 2017.

El año pasado cumplimos cien años de la Revolución rusa. Y quinientos de la madre de todas las revoluciones, la de la Reforma luterana.

El tema favorito de quienes desconocen la tradición y la continuidad son las Revoluciones. Así lo quiere la dialéctica de la agresión, que muchas veces se disfraza bajo la ideología pacifista.

Si en 1917 comenzó la Revolución rusa, es de advertir que las revoluciones no se acaban ni se terminan. Se expanden.

El punto de partida de la Revolución rusa, según la historiadora británica Catherine Merridale, fue el viaje en tren que Lenin realizó de Suiza a Rusia atravesando la mitad de Alemania en 1917 con la excusa de que el imperio de los zares decretara la paz, es decir, se declarara neutral en la Gran Guerra.

Y así en octubre de 1917, cuando llegó a San Petersburgo, Lenin se convirtió en el amo y señor del Estado territorialmente más extenso del planeta.

Todo comenzó en abril de 1917, en plena Primera Guerra Mundial. Un grupo de espías alemanes se dirigió a la residencia de Lenin en Ginebra, donde éste vivía exiliado del régimen zarista.

Para poder regresar a su país, el líder exiliado de los bolcheviques, Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, pactó con los enemigos de su país, los alemanes.

El viaje fue delicadísimo. Alemania era territorio enemigo –estaba en guerra con Rusia– y el pactar con sus espías y el cooperar con el Alto Mando alemán significaba alta traición. Pero no había más opción. El fin justificaba los medios. Había que aceptar todas las formas de lucha si se quería que la izquierda dominara Europa.

“Una guerra imperialista no puede acabar de otra manera que no sea con una paz imperialista –escribiría Lenin en noviembre de 1916– a no ser que se transforme en una guerra civil del proletariado contra la burguesía por el socialismo. […] únicamente cuando hayamos derrocado, finalmente vencido, y erradicado a la burguesía del mundo entero, y no sólo de un país, será imposible que haya guerras.” (1)

Ahí está pintado el pacifista Lenin. “No era por casualidad – escribiría Trotski– que las palabras irreconciliable e implacable figuraran entre las favoritas de Lenin”.[2] Con el líder de los bolcheviques en la palma de su mano, Alemania acarició el triunfo de la Primera Guerra Mundial. Descubrió que la ideología de la paz resultaba la mejor arma.

Para desestabilizar al Imperio británico –al enemigo– el Ministerio de Exteriores alemán alimentó elementos insurgentes en las fronteras de la India, desató amotinamientos militares en Afganistán y armó a los nacionalistas irlandeses (véase El sueño del celta, de Vargas Llosa). También azuzó una huelga obrera en España en agosto de 1917 (véase “Huelga: ensayo en miniatura”, deAlfonso Reyes); y soñó, hasta lograrlo, deshacer la Rusia zarista debido a su descomunal tamaño. Por si fuera poco, igualmente trató de atacar a Estados Unidos a través de México. Primero apoyó un envío de armas en el buque el Ypiranga (lo que obligó al presidente Woodrow Wilson a bloquear el puerto de Veracruz en abril de 1914); después, financió al chacal de Victoriano Huerta para derrocar a Carranza.

Pero los espías ingleses no se quedaban atrás. La historiadora Catherine Merridale demuestra que uno de ellos asesinó a Rasputín, el monje diabólico de los zares.

En cualquier caso, lo que Lenin hizo de Rusia fue un zarismo reencarnado y potencializado. Los alemanes sabían perfectamente que estaban apadrinando a un hombre desalmado que justificaba cualquier tipo de violencia. El comunismo y su historiografía de izquierda, naturalmente, sigue disfrazando la Revolución rusa con la excusa de una Utopía fallida.

La historiadora Merridale, como buena historiadora, no se compadece de Lenin por aquello de utopista:

«Aunque no había sido testigo de primera mano de ninguna batalla, Lenin accedió al poder en un mundo trastornado por la impresión de las matanzas mecanizadas. Con el pretexto de acabar con ellas, el líder bolchevique utilizó las nuevas tecnologías de guerra, mientras que en el curso de los tres años de conflicto interno su pueblo no dudó en emplear bieldos, picos, cuchillos y dientes para arrancar la carne de sus semejantes. No había refugio para la compasión ni el remordimiento. En la lucha por la supervivencia, el baño de sangre fue justificado (por todos los bandos) con eslóganes, mentiras e ideología. “¡Revienta, / descuartiza / el viejo mundo! – se exhortaba en un poema de la época –. ¡Sé / despiadado, /estrangula / el cuerpo huesudo del destino.” [3]

[1] Lenin, “Programa militar de la Revolución Proletaria”, en Sotsial-demokrat, núm. 56, 6 de noviembre de 1916, LCW, vol. 23, p. 79.
[2] Véase de Trotsky, My Life, p. 32.
[3] V. Aleksandrovich, “Sev”, citado en Mark D. Steinberg y Vladímir M. Khrustalev, The Fall of the Romanovs: Political Dreams and Personal Struggles in a time of Revolution, 1995, p. 282.