Imagen: Universidad Autónoma Latinoamericana, Unaula.

 

Rafael Gutiérrez Girardot es, de lejos, el mejor crítico literario colombiano del siglo XX. Ni los anteriores a él como Sanín Cano o Hernando Téllez, ni los posteriores (incluyendo a uno de sus mejores seguidores, R. H. Moreno-Durán), lo superan en amplitud de miras y en el tremendo diálogo con la filosofía europea. Para Gutiérrez, traductor de Nietzsche y de Heidegger, la literatura ha de entenderse como filosofía. De modo que es un lujo que semejante crítico haya puesto tanta atención a la literatura colombiana, un campo de estudio que no ha trascendido fronteras en cuanto epistemología.

De hecho, es de notar que tampoco Gutiérrez Girardot haya escrito una introducción teórica para saber qué significa aquel campo de estudio llamado «literatura colombiana», es decir, cuál es su diferencia con otras literatura hispánicas. Cierta actitud polémica, más que teórica-crítica, domina sus aproximaciones a la literatura colombiana. Esto es evidente desde el primer texto amplio que dedicó Gutiérrez al respecto y que se incluyó en el tercer tomo del Manual de Historia de Colombia (1983), “La literatura colombiana en el siglo XX”. Juan Guillermo Gómez, su ex alumno en Bonn y actual editor de los dos volúmenes de Literatura colombiana, contrastó la versión de 1983 con el original, un manuscrito taquigráfico que reposa en el Archivo de la Universidad Nacional, advirtiendo variaciones considerables. La especialidad de «literatura colombiana», conviene aclararlo, no es decisión de Gutiérrez, sino de su alumno-editor.

Aclarado lo anterior, comentemos entonces de qué modo y en qué consiste la aproximación de Gutiérrez Girardot a la literatura colombiana.

En primer lugar, comienza cogiendo de la solapa al poeta payanés Guillermo Valencia, a quien acusa de blandir una “estética de la dominación”. El poema “Anarkos”, que Valencia leyó en el Teatro Colón de Bogotá en 1897, no es otra cosa que un resumen versificado de las “ideas sociales” de León XIII, en cuya encíclica Rerum Novarum (1891) este Papa pretendió contrarrestar las internacionales socialistas y los movimientos obreros. En 1900, durante la Guerra de los Mil Días, Valencia acompañó a Rafael Reyes (el “Porfirio Díaz colombiano”) en un viaje por Europa. Valencia vio a Nietzsche en Weimar enfermo y moribundo en una habitación; hasta allá lo había acercado la hermana de Nietzsche, quien acababa de regresar del Paraguay (estuvo en una granja eugenésica) y quien malversó varias ideas de su hermano, sobre todo las de la voluntad de poder.

El “triunfo” de la República conservadora, según Gutiérrez, instauró una cultura señorial en la que campesinos y obreros cabían en la misma denominación de “indios”. El dogma de fe de aquella cultura señorial no fue el del liberalismo sino el del tomismo: la propiedad privada constituye la plenitud de la persona humana. De ahí el republicanismo mariano (el de la Santa Madre) que volvió opaca y conventual incluso a la República liberal. Pues, en lugar de una reivindicación rigurosa de la historia colombiana, los liberales del Gimnasio Moderno – como el ex presidente y novelista Alfonso López Michelsen – idolatraron al viejo profesor Tomás Rueda Vargas, cuyas Visiones de historia (1931) animaron una historiografía volcada a la ternura maternal con los “indios”, como si los hechos de la Conquista, al igual que el presupuesto gubernamental, se redujeran a una cuestión de tradición de familia.  Semejante historiografía maternal insistió en llamar a España la Madre Patria, sin advertir la Guerra Civil o, más bien, celebrando el hundimiento de la II República española.

Gutiérrez coge también de las solapas al narrador antioqueño Tomás Carrasquilla, cuyo “odio” al modernismo no lo salva de ser también un producto de la modernidad.  Pues, si Carrasquilla creyó que el “empuje” de Antioquia era por la fuerza de la “raza paisa”, Gutiérrez hace ver que se trata de la nostalgia por la vieja sociedad campesina o montañera que comenzaba un periodo de disolución por la expansión del capitalismo. Observa un fenómeno parecido en la literatura inglesa y alemana (confróntese, para la inglesa, Glen Cavaliero, The Rural English Tradition in the English Novel, 1900-1930, 1977; y para la alemana, Keith Bullivant y Hugh Ridley, Industrie und deutsche Literatur, 1830-1914, 1976).

Las antipatías de Gutiérrez son tremendas y a ratos injustificadas. Son las razones políticas, por lo demás sumamente contradictorias, en lugar de las estéticas, las que determinan sus gustos literarios. Se vale desde luego de la ironía y la gracia.

Le parece curioso que el novelista colombiano más leído de la primera mitad del XX fuese Arturo Suárez, cuya cursi narrativa hizo pensar a Gutiérrez que la sociedad colombiana ignoraba la realidad. El poeta más leído de la misma época fue Porfirio Barba Jacob, quien “dominó el arte de decir banalidades sonoramente”. En un ensayo posterior, “Barba Jacob y el existencialismo”, Gutiérrez trazó un ejercicio comparativo con la filosofía de Heidegger, reconociendo en el autor de la “Balada de la loca alegría” (1921) al único poeta de vena y rigor que tenemos en mucha historia.

Ninguna simpatía manifestó Gutiérrez por León de Greiff, “el nórdico vate colombiano”, a quien acusó de un “racista de provincia” y de cultivar un anacrónico comunismo al estilo de Jorge Zalamea. Me temo que semejante impresión obedezca a cierto espíritu a-musical de Gutiérrez, es decir, a cierta fobia contra los simpáticos.  Pues la misma tirria la tuvo contra el «monárquico» y no menos simpático Álvaro Mutis, de quien Gutiérrez celebró que se deslindara del realismo socialista de los años 30 y 60 del siglo pasado, pero de quien lamentó que, en lugar de enriquecerse de erudición, Mutis se hubiese puesto a cultivar una exuberancia verbal y de imágenes a usanza de las películas y transmisiones televisivas de los llamados ídolos de masa, artistas de cine, futbolistas, industriales, etc.  En la poesía colombiana las simpatías de Gutiérrez estuvieron puestas en Aurelio Arturo y Fernando Charry Lara.

El famoso grupo “grecocaldense” de Los Leopardos, que gorjeaba en clave de fa (scismo), espejeaba a Colombia: una sociedad pobre cuya pomposa “clase alta” era también intelectualmente pobre y cuya clerecía, igualmente, moral y culturalmente pobre. En consecuencia, para la generación poética de medio siglo que se hizo llamar Piedra y Cielo (inspirada en un verso de Juan Ramón Jiménez), Colombia era un país feliz: “salvo mi corazón, todo está bien”, reza el verso de Eduardo Carranza.

La capital de Colombia, para ciertas clases «ilustradas», no estaba en Bogotá sino en Madrid. No en vano en la “península maternal”, bajo la égida del generalísimo Franco, se concibió el Frente Nacional. A esa península maternal viajó también, seducido por la prosa de Azorín, Eduardo Caballero Calderón. Las intimidades y paisajes de su hacienda de Tipacoque, con campesinos desterrados e iletrados, dio nuevos bríos al “realismo socialista”. Pues, por otra parte, también hubo en Colombia realismo estalinista, como lo demuestra según Gutiérrez el Tratado de estética (1945) de Luis Vidales, el del poemario Suenan timbres (1925).

Más interesantes y menos irónicos son los ensayos de Gutiérrez en torno a Isaacs, el de la María (1867), y a Rivera, el de La Vorágine (1924). Hay una genealogía o escatología judía en la novelística colombiana a partir de la novela de Isaacs que pasa también por Felipe Pérez (autor de Samuel Beli-Beth, el judío, 1888) y que llega hasta el Melquiades y los gitanos de Cien años de soledad.  El punto es que, tanto por la Inquisición como por el barroquismo y el caudillismo, Latinoamérica se acostumbró al disimulo y la denuncia. A la palabrería del leguleyo. A no definir. A ser imprecisos. Y quien no soportara semejante vejamen y chismografía o palabrería, como el protagonista de La Vorágine, no le quedaba otra alternativa que huir a descampado con su amante o su novia.

La huída de Cova y Alicia a los Llanos y luego al Amazonas equivale, para Gutiérrez, a la experiencia del nihilismo contemporáneo cuya respuesta fue, en Rivera, la estética de la violencia. Hijo de una cultura en la que el verbo intimidó y arrinconó el pensamiento, Rivera tuvo que recurrir a la imagen dantesca de la selva.  Asombran, en este punto, los conocimientos de Gutiérrez sobre literatura clásica. Pues advierte en Rivera a un gran lector de la Ilíada, y se da cuenta de que el escritor huilense partió del locus amoenus virgiliano al locus terriblis de Propercio. Aún más, señala que Petrarca descubrió el paisaje (según asegura Jakob Buckhardt) y que el Werther de Goethe (1774) inaugura el “paisaje” como explotación del capitalismo, todo lo cual recoge Rivera en La Vorágine.

“La imagen de Colombia en Cien años de soledad” es uno de los ensayos inéditos que trae esta compilación. En él, Gutiérrez observa que los gitanos de Melquiades que visitan Macondo reflejan la ideología de García Márquez, esto es, la de una sociedad sin clase (¿comunista?). Para Gutiérrez, a diferencia de Cobo Borda, García Márquez no es un escritor culto. El escritor culto (o poeta doctus) se documenta científicamente, reflexiona, teoriza, interpreta y critica. Es de notar que Gabo, como lo llaman sus acólitos, no fue un ensayista en sí. Fue, más bien, “un maestro del arte de silenciar sus fuentes”. Una de esas fuentes silenciadas pudo ser, para Gutiérrez, Al filo del agua (1947) del mexicano Agustín Yáñez. Pues el colombiano reelabora en Cien años de soledad el papel del catolicismo hispánico anti-moderno, enemigo de la vida en el origen de la violencia. No simpatiza Gutiérrez, dicho sea de paso, con el gaitanismo y el Bogotazo. Jorge Eliécer Gaitán, para Gutiérrez, fue un “salvador fascistoide” a quien sus partidarios llamaron “pueblo”, es decir, así como llamaban a Hitler los nazis.

Me llama la atención, para terminar, lo que en una carta le contaba R. H. Moreno-Durán a Gutiérrez Girardot el 28 de noviembre de 2003 en pos de que siguiera leyendo y pensando filosóficamente la literatura colombiana:

«Últimamente, merced a argucias editoriales del Grupo Planeta, se han inventado un boomcito de nombres primerizos como Santiago Gamboa, Mario Mendoza, un impresentable sujeto llamado Efraín Medina y otros. Ni Gamboa ni Mendoza son desdeñables, aunque todavía no tienen una gran obra que mostrar. Me refiero a que ese grupo no ha escrito algunos de los hitos de mi generación, que ellos se empeñan en ningunear. No han escrito ni La tejedora de coronas, de Germán Espinosa (y que creo que deberías releer) ni Cóndores no entierran todos los días, ni Fémina suite ni Los felinos del canciller, ni el cuarteto El río del tiempo (superior y menos camorrero que La virgen de los sicarios), ni los relatos de Marvel Moreno o Las cenizas del libertador, de Fernando Cruz Kronfly. Creo que una generación que ha escrito estos libros no es desdeñable. Se colgaron Collazos, Darío Ruiz Gómez, Luis Fayad, Nicolás Suescún e incluso Fanny Buitrago, pese a que la considero muy superior a ese bluff llamada Laura Restrepo. Y entre los jóvenes yo haría énfasis en Jorge Franco (sólo en su curiosa novela Rosario Tijeras, que a pesar de todo no se salva de la epidemia colombiana por la sicariez). Me detendría también en La marca de España, relatos de Enrique Serrano, y en un joven que vive en Barcelona, Juan Gabriel Vásquez (Alina suplicante y Persona). También me llama la atención Julio Paredes, buen cuentista. […] Me hablabas de Héctor Abad, que parece un buen periodista y crítico, pero aún no ha dado una novela o libro que avale un prestigio sospechosamente extraliterario, vale decir, mediático. [RH, quien falleció en 2005 poco después de Gutiérrez, no alcanzó a leer El olvido que seremos, 2006].»

Carta tomada de J. G. Gómez García, Cinco ensayos sobre RGG, UNAULA, 2011, pp. 231-232.