Grávido río (Medellín, EAFIT, 2019) de Ignacio Piedrahíta no es una novela ni un serie de cuentos. Se inscribe en el inclasificable género de la literatura de viajes (travel literature), cuya definición más acertada podría ser la de una voz narrativa, generalmente en primera persona, que se aventura por un país o una región distinta a la de su lugar de residencia. El escritor de literatura de viajes hace del nomadismo un rasgo cultural, contrario a la creencia de que en el sedentarismo está el secreto de la civilización.
Los motivos del viaje son muchos, pero Piedrahíta hace bien en ocultarlos. Un buen día cogió su carro y manejó desde Medellín a Calarcá, para pasar al otro día el Alto de la Línea y dirigirse a San Agustín. En el trayecto hacia el sur, tras pasar por Ibagué, se topó de frente con el río. Detuvo su carro a la vera de la carretera y se acercó a verlo.
Benjamín observaba en Einbahnstrasse (Calle de sentido único) que solo quien recorre la carretera a pie advierte el poder de ésta, de la misma manera que quien anota o transcribe o comenta un texto lee de veras, pues el mero lector nunca descubre los meandros y lo sugerido o lo no-dicho. Geólogo de profesión y autor de una buena novela, Un mar (2006), Piedrahíta no abandona cierto tono ensayístico para enriquecer de datos su narración viajera. Da cuenta de un fenómeno que constituye la esencia de la poesía de León de Greiff y Álvaro Mutis: «el calor y la humedad de las regiones ecuatoriales del planeta favorecen de tal manera la descomposición de las rocas, que las arcillas son fácilmente arrastradas por la lluvia y los arroyos». No solo de las rocas; de todo.
Al llegar al Parque de San Agustín, Piedrahíta hace un recuento de los primeros viajeros en documentar aquellas esculturas precolombinas. Menciona al arqueólogo alemán Konrad Theodor Preuss, quien saqueó buena parte del lugar. Andando la primavera de 1923, Preuss montó un exposición con sus piezas precolombinas en la terraza del Museo Arqueológico de Berlín. Corrían los años de la República de Weimar. Acaso Benjamín visitó aquella exposición; acaso de ahí su fragmento «Embajada mexicana» (también en Einbahnstrasse) en el que sugirió el claro indicio de que el interés por la mitología y las culturas al margen no era sino un correlato de la tecnificación acelerada y masificada del imperialismo.
Prosigue Piedrahíta de San Agustín al desierto de la Tatacoa, descendiendo con el río. Hace 15 millones de años no había Cordillera Oriental (no existía el altiplano sobre el que se se asienta Bogotá). El Amazonas llegaba hasta Neiva y Tolima. De ahí la cantidad de fósiles de mamíferos herbívoros y de peces de río hallados en aquel desierto. Dada su condición desértica, las nubes escasean en el cielo de la Tatacoa volviéndolo apto para la observación estelar. Piedrahíta aprovecha para divagar sobre la nave Cassini, que salió de la Tierra en 1997 y que, como un Tarzán interestelar, colgado de liana en liana, la nave llegó a Saturno girando primero alrededor de Venus, luego de la Tierra y de aquí a Júpiter hasta llegar al planeta de los anillos el 30 de junio de 2004.
La cuarta parte es un ascenso a la Cordillera Central. Un vistazo al Volcán del Ruiz. A su historia reciente. Pues, una pequeña erupción nocturna del 13 de noviembre de 1985, que derritió el hielo del cráter, hizo crecer el río Lagunilla, cuya enorme corriente desató la avalancha que arrasó con 23 mil almas en Armero. Las divagaciones volcánicas de Piedrahíta resultan sorprendentes y le imprimen suspenso a su narración. Nos hacen ver cuán dependientes estamos a los vaivenes de los volcanes, mensajeros del núcleo de la Tierra.
La quinta parte es de nuevo un descenso al Magdalena Medio. Piedrahíta aprovecha para insertar una carta del Secretario de Hacienda del departamento de Antioquia en 1874 (cuando era Antioquia Estado federal) sobre los avances del ferrocarril construido por el ingeniero cubano Francisco Cisneros. El ferrocarril de Antioquia, como todos los del país, yace oxidado. En Puerto Berrío sus rieles incomodan a los automóviles y al enjambre de motos. A pesar de ser puerto, Berrío le da la espalda al río. Solamente se fascinan con la presencia del río unos estudiantes que vienen con su profesor a hacer un par de mediciones hidrográficas. Piedrahíta se les une. Navegan río abajo. Pasan por una parte estrecha en que el río mide 300 metros de ancho, pero 12 metros de profundidad, hasta meterse por un canal que da hacia la ciénaga de Barbacoas. La ciénaga, «esa pupila oscura de un ojo enorme», amenazada por los ganaderos deseosos de extender sus pastizales.
Aunque breves y cuidadosas, no están mal las metáforas de Piedrahíta. Tampoco sus enseñanzas o meditaciones que desliza con discreción. Para no abrumar, para no abrumarse en el calor aplastante de la depresión momposina, Piedrahíta cita un fragmento de Demócrito: «Preciso es que quien quiera tener buen ánimo no sea activo en demasía, ni privada ni públicamente, ni que emprenda acciones superiores a su capacidad natural.» Me recuerda un consejo que José Ortega y Gasset le daba a Alfonso Reyes: «el secreto de la perfección está en emprender obras inferiores a nuestras capacidades».
Piedrahíta, en menos de 200 páginas, nos ha otorgado un ligero relato de viajes por el río más importante de Colombia. Al terminar de leerlo cabe preguntarnos si no es una suposición el hecho de que la humanidad haya avanzado de sociedades nómadas a sociedades sedentarias, si este prejuicio no ha engrosado y masificado nuestras ciudades. Y si no vale la pena, como decía Ernst Jünger, «tener el placer de hacer real la libertad».