«Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos». (Quevedo). Tal podría haber sido el epígrafe de ‘‘La peste», la novela que el escritor argelino de origen francés, Albert Camus, publicó en París en 1947, dos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Agudos lectores suponen que La peste implica en realidad una metáfora de semejante Guerra. Pues, si bien tiene lugar en la ciudad portuaria de Orán al norte de Argelia, ‘La peste‘ refleja a gran escala el comportamiento (la psicología) humana durante las pandemias, cuyos efectos y consecuencias son tremendamente similares a las que vivimos hoy. No en vano, apenas se interna uno en sus páginas, sorprende encontrar este pasaje:

«Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: ‘Esto no puede durar, es demasiado estúpido’, y sin duda una guerra es evidentemente estúpida, pero eso no impide que dure. […] Nuestros conciudadanos a este respecto eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones».

La clave está en confinarse. Pero la necesidad y la necedad impiden un confinamiento eficaz. No hay que culpar a nadie de tal ineficacia, pues en palabras de Camus: «nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros,  simplemente se olvidaban de ser modestos […] Continuaban haciendo negocios, planeando  viajes y teniendo opiniones. Ignoraban que, en efecto, una pandemia suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones. […] Uno se cree libre y nadie es ni será libre mientras haya pandemia».

El sexo: está pasión por la vida que crece en las grandes desgracias.

«El único medio de luchar contra la pandemia es la honestidad […] hacer mi oficio», dice el Dr. Rieux. Más adelante recomienda: «No hay que abandonar las reglas de la higiene ni las numerosas desinfecciones para precaverse contra el contagio. En ello está el verdadero peligro. No hay que dejar nada al azar, pues el azar no tiene miramientos con nadie». Incluso reafirma lo dicho con más ahínco páginas más adelante: «El hombre íntegro, el que no infecta a nadie, es el que tiene el menor número posible de distracciones. ¡Hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás!»

Hace notar también el narrador de ‘La peste‘ que, conforme avanza una pandemia, ya no hay destinos individuales, sino una historia colectiva. «Y es que nada es menos espectacular que una pandemia. Las grandes desgracias son monótonas: un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso».

Todo se vuelve presente. La pandemia quita a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige, en efecto, un poco de porvenir y para nosotros, dice el Dr. Riuex, «no había ya más que instantes».

Lo cierto es que el único medio de hacer que las gentes estén unas con otras es mandarles una pandemia.

En alguna ocasión, el Dr. Rieux discute con un joven de Orán, un joven deseoso de huir de la ciudad para visitar a su novia. «Huye», le dice. Huye si te sientes exiliado y con miedo bajo el sometimiento de la cuarentena. «Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama». Y, sin embargo, cuando el Dr. Rieux repara en su vida conyugal, advierte que la cotidianidad lo hace apartarse a uno del amor, sin saber por qué.

El virus jamás desaparecerá. El hombre mismo es la pandemia. Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la pandemia y de la vida es el conocimiento y el recuerdo.

Aprovechemos el tiempo.