Hoy escribiré sobre él, sobre mi abuelo, José Marceliano…
Anécdotas para referir muchas, mil versiones distintas, la del compadre, la del hijo, la del hermano, la del sobrino, esta es la mía, la de su nieta.
Cuando estaba en sexto de bachillerato en clase de ética nos hablaron sobre la familia, mi profesora mencionó que lo ideal y «correcto» era que cada casa u hogar estuviera conformado por mamá, papá e hijos, cualquier otro integrante desequilibraba el orden. Pues bien, a mis diez años empecé a cuestionar ese planteamiento. Yo me crié en un hogar, con papá, mamá, hermana, tío, primo y abuelos paternos, no por ello dejó de ser ideal para nosotros. Haberme criado de esa manera me permitió compartir y disfrutar día a día la sabiduría y la experiencia de los viejos.
Hoy escribiré sobre él, sobre mi abuelo, José Marceliano. No hablaré sobre sus últimos años postrado en cama, no hablaré de sus enfermedades, no hablaré sobre los cuentos que refieren de su juventud, en cambio, hablaré de su sensibilidad, hablo de su carisma. Jocho, abuelo jocho, lo recuerdo con pantalones de lino blanco, camisa de cuadros y abarcas tres punta’, a veces con un sombrero vueltiao’ que era tan sagrado como la Biblia. Porque era fiel creyente y devoto, adoraba a la virgen y a los santos.
Los altares, el almanaque y los escapularios no podían faltar y mucho menos la misa de los sábados, sí, los sábados, la de los niños, él era un niño tuviera la edad que tuviera. A la misa lo acompañábamos mi hermana, mi primo o yo, siempre en las ultimas bancas, porque decía que ahí se hablaba mejor con Dios. Se ponía la mejor ropa, camisas bien planchadas y los zapatos brillaban porque los lustraba entre tres y cuatro veces antes de usarlos, si se le perdía el betún la noche anterior no dormía y tempranito salía a comprar uno nuevo, más una cajita de vick vaporub, de las cuales tenía tantas que ya parecía una colección.
Era arrítmico y bailaba con un pasito particular, como imitando el salto de un caballo, los que en su juventud se cansó de montar, pues se crió entre fincas y ganado. También era jocoso y ocurrente. Mi primo a quien crió y educó como si fuera otro de sus hijos, fue un niño muy curioso y mi abuelo a cada pregunta le tenía una respuesta rebuscada, como sacada de una película de ciencia ficción, fue así como mi primo creció creyendo que cada vez que tronaba significaba que Dios estaba enojado y peleaba con los ángeles.
Mi abuelo me enseñó muchas cosas entre ellas a atar nudos y a jugar dominó, me llamaba por mi primer nombre, Leidy, y cuando tenía que decir el suyo lo cambiaba entre José Marceliano, Marceliano José, Marceliano, o simplemente Jocho, así era él, nunca supe si lo hacía por tomarme del pelo.
El de la sonrisa grande, el de las mil manías, el que nos regalaba moneditas a escondidas, el de lento caminar, el chistoso, tierno, el cosquilloso, el de los cien compadres, el de las canas y ojos profundos que con el tiempo perdieron el color y ahora tenían un matiz grisáceo. A ese es al que yo recuerdo y recordaré por siempre…
«Al brillar un relámpago nacemos, y aún dura su fulgor cuando morimos.» Gustavo Adolfo Bécquer.