No desaparecí, solo me refugié en mi lugar íntimo. Creando, creyendo…
Las mujeres solas y/o solteras han representado histórica y culturalmente molestia e incomodidad. Han sido tildadas de brujas y herejes, perseguidas, juzgadas y criticadas. En la actualidad las viudas y «solteronas» son las mujeres que tuvieron la osadía de habitarse, de vivir en autonomía, aquellas quienes cimentaron el camino de la vida que hoy llevo.
Si bien es cierto que estar soltera no es sinónimo de estar sola, ambos estados se relacionan con el hecho de que va en desacuerdo con las instituciones sociales, representan una existencia con posibilidades distintas de realización a lo que comúnmente se ha aceptado, además de generar intriga, desconcierto e intimidación por parte incluso de otras mujeres.
Que la soledad socialmente represente un privilegio de género explica la escases de lugares y situaciones en los que las mujeres hemos podido ser y hacer. Pero soledad no solo se refiere al espacio físico, sino también al espacio mental y espiritual.
Disfrutar los momentos a solas es darse la oportunidad de vivirse a sí mismas, descubrirse íntimamente, es una manera de volver a tener control de nuestra existencia, invertir tiempo en nuestros proyectos, nuestras ideas, es una manera de cultivar lo que tenemos para ofrecer y ofrecernos. Es la valentía de mirarse al espejo, ese rostro que mira y es mirado. La habitación propia a la que alude Virginia Woolf, para ella, la ausencia de tiempos de soledad imposibilita el despliegue de la creatividad y el pensamiento. Existir en soledad, en un espacio, impulsa la creación y expresión de los verbos. En mi caso, pensar, leer, escribir, soñar y tejer.