Cuando tomé la decisión de divorciarme de mi esposa después de años de felicidad disfrazada, tuve que lidiar con mi incapacidad masculina de tomar tal decisión con firmeza y de un solo tajo, bloqueando así cualquier insurrección de la “sensatez” que me advertía, insistente, que de aquella zona de confort  no podría huir.

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Me encontré entonces con una diversidad de opiniones al respecto: los amigos, la familia, los compañeros de labor. A cuantos vinculaba a mis problemas, sentían el compromiso de aconsejarme. En esa búsqueda de la respuesta correcta y de la opinión acertada que ayudara a afirmar mi débil decisión, algunos, tal vez guiados por la percepción de sus propias experiencias, me apoyaban al cien por ciento. Otros esgrimían argumentos de calma y análisis pues “la soledad es dura”. Algunos más hablaban de darle al maltrecho vínculo otra oportunidad.

Sin embargo, no son  esas opiniones a las que quiero referirme, sino a la que encontré en Luis, un amigo de hace años que es cristiano declarado, defensor, cual mosquetero, de la “palabra” y por supuesto del matrimonio como unidad básica creada por Dios: “Conforme a la palabra de Dios, la iglesia es primeramente la casa, la familia y el hogar”, dijo, y continuó: “El matrimonio es la institución creada por Dios en donde los dos se vuelven una sola carne, se rodean, protegen, ayudan, se auxilian y socorren… El matrimonio, y de acuerdo con la palabra, debe vivirse a plenitud, debe estar lleno de amor incondicional y frente a cualquier circunstancia debemos defenderlo… así lo ordena Dios…”  Yo escuché con atención.

─¿Qué piensa ahora? ─me preguntó.

La verdad que me asaltó en ese instante era tan irrefutable como evidente, tal idealización del vínculo marital solo podía ser concebida por alguien que no lo ha vivido en carne propia:

Lo que pasa Luis es que… ¡Dios es soltero! Él en su infinita sabiduría no ha tomado la opción del matrimonio… ─le dije, al tiempo que me puse  en pie y me retiré sin despedirme.

Luego, caminando por ahí, tuve la certeza de que le debíamos nuestra existencia a la soltería de Dios. Era claro. Si Dios se hubiera casado, tal vez no hubiera tenido el tiempo para pensar y llevar a feliz término su proyecto bandera, ese al que llamó: Universo, la Creación ─obviamente nosotros incluidos─.

Es más, creo que su esposa no se lo hubiera permitido, sencillamente porque las esposas no pueden verlo a uno feliz (era obvio que Dios no tenía 18 canales de deportes como los tenemos hoy, ni tampoco acudía los domingos al estadio, cosas que las esposas odian). Por tanto, sus pensamientos deberían estar orientados por entero al proyecto mencionado. No obstante, me tomé unos minutos para imaginar a un Dios con costilla.

De seguro el universo tendría sensibles diferencias. Marte, el planeta rojo sería rosado o de un tono pastel, por ejemplo. Las constelaciones y galaxias no estarían por ahí a la deriva del infinito, sino que estarían tejidas en punto de cruz. Saturno no solo se vería adornado por sus anillos, sino que tendría pendientes.

También el universo respiraría más feminidad y su pulcritud sería la constante. Sin embargo, nos ha correspondido un Dios omnipotente, magnánimo, sabio y… soltero (no sé si haya algo detrás de la perfecta rima de “sabiduría” y “soltería”; con lo que he vivido. Pensaría que las dos están bien relacionadas). De hecho, los grandes maestros trascendidos y líderes espirituales de la historia se han mantenido libres de ataduras conyugales: Mahoma, Buda, Alá, etc.

Bueno, pero hablando de nuestro Dios, creo, en mi humilde opinión, que ha decidido quedarse soltero por razones que sí son más comprensibles para nuestro limitado entendimiento humano. Por ejemplo, la máxima de “casarse hasta que la muerte los separe” sería de obligatorio cumplimiento para él, lo cual no le dejaría la menor esperanza en caso de evidenciar incompatibilidades en su unión marital.

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Tampoco podría optar por el divorcio, pues la máxima citada es tan clara como certera. Además, porque en un eventual divorcio celestial habría que repartir 50/50 el universo y se complicaría el asunto de la custodia de todos sus hijos (nosotros) y no creo que exista abogado que se le mida a tamaño chicharrón (el único interesado sería el abogado del diablo, pero no creo que esté en las opciones de contratación).

Por otro lado, creo que compartir la casa celestial no le permitiría a Dios, por tiempo, contestar todas las solicitudes de ayuda que le llegan a diario o seguir trabajando en la expansión del universo ni de prodigar sin reservas amor y dedicación a todos sus hijos, inclusive sin dormir un solo día.

De ser esposo tendría que repartirse el tiempo en colaborar con las labores de la casa, en pensar en el regalo de aniversario, en sacar a su esposa a pasear y tal vez en la labor más titánica ─incluso para él─ de tratar de comprenderla.

Por eso, creo que si la soltería es la mejor opción para Dios, lo puede ser para mí también. Ahora tendré tiempo de crear mi propio universo.

**Gracias a un lector.

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