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Juan, un universitario que a simple vista parecía ser como cualquier otro, guardaba un secreto que, para la época de gabanes largos, sombreros de copa, zapatos de charol y bastones macizos, era una marea de amargos sinsabores que el tiempo no le permitía olvidar, pues cada vez que estaba solo volvían a su mente los recuerdos y entonces la necesidad de estar con él o con ella no se detenían. Ambos lados, aunque opuestos, estarían bien para satisfacer la necesidad más animal y más humana. Sentir el peso, el calor que acompaña la viveza, la alegría, la pasión y el odio se había convertido en su eterna sombra, la cual lo arropaba con su manto hacía varios años y se negaba a dejarlo ir.

Juan se miraba día tras día ante aquel espejo, en donde su rostro reflejaba desprecio por lo que creía era una maldición, algo que parecía parte de sí. Esa atracción por Laura y Pedro que no podía mostrar, pero que lo quemaba por dentro, lo ahogaba hasta el punto de tener que dejar el bar en el que cada noche olvidaba su realidad, su mundo, su historia.

Sentado frente a la vieja máquina de escribir, la única que conocía sus más íntimos secretos, miraba las más de cien historias escritas apiladas en un rincón que no vieron nunca las luces resplandecientes de la mañana, ni las melancólicas noches que, junto al frío, calaban la piel tersa, suave y rozagante de la juventud que perdía, que no volvería; ese sentimiento llegaba hasta sus entrañas y llevaba su vida a un abismo en el que perdería todo.

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Cuando estaba dispuesto a escribir, Juan se levantó de la silla para bloquear sus pensamientos y la necesidad de tener a su lado a Laura y a Pedro. Esta vez no podía parar de pensar, caminaba sin cesar con un paso acelerado y sin rumbo alguno, en medio de una gran cantidad de libros ubicados en grandes estantes que a la final habían convertido el lugar en un refugio de todo lo demás, un punto seguro que no emitía reproches y que era testigo de los innumerables encuentros con sus amantes furtivos. El cuarto tenía olor a viejo, con dos sillas con el espaldar a la mitad y una única ventana por donde Juan pensaba todos los días que el viento arrastraría su maldición: su deseo por Laura y Pedro.

El universitario indeciso y atormentado por sus sentimientos le escribió a Laura una carta a mano, con trazos finos y tinta indeleble. Mientras le contaba su secreto a Laura, pensaba en sus labios, en su piel suave, en su olor peculiar a tulipanes y su mirada al despertar. Al terminar la carta, dobló el papel, lo perfumó con un Bois 1920, lo apretó fuerte contra su pecho y cayó en llanto. Su interior expresaba la impotencia que sentía porque sabía que no la enviaría, solo le dejaría una nota bajo la puerta de su casa, a tres cuadras, con una invitación para ir con él a la exposición de arte.

El siguiente día llegó y sus ocupaciones copaban la mayor parte de su tiempo. La ciencia, el arte y la historia en los que alguna vez se refugió hoy eran sus enemigos. Después de cinco horas de estudio se encontró a Pedro, un hombre alto, delgado y con semblante pálido que se asemejaba a la muerte. No podía evitar sentirse alegre y con deseos de estar con él, pero después recordaba que Laura lo esperaría esa noche en el portón de su casa para ir juntos a la exposición.

Cuando llegó a su casa, allí estaba Laura: ojos negros, pelo color ébano y un sensual traje rojo que enfatizaba su hermosa piel y su esbelta figura. Se acercó a ella y besó sus labios, que para él eran sinónimo de pasión. Sin embargo, no era el momento para ello, por lo que después de olfatear el olor de la joven, salieron rumbo a la galería.

Al llegar al lugar, Juan recordó a Pedro, miró su reloj y acordó consigo mismo que estaría solo tres horas en el lugar, luego llevaría a Laura a su casa y se quedaría con ella esa noche, para salir con el alba al día siguiente y con un nudo en la garganta ver a Pedro. Juan, un poco menos pensativo y más dispuesto a interactuar y leer cada pincelada del artista, caminaba junto a Laura, quien con su éxtasis lo había mantenido a su lado por más de dos años lesivos, pero que así mismo lo había convertido en un ser despreciable para él mismo.

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En aquella exposición de arte, Laura y Juan viajaban paso a paso por el mundo de alguien más, y aunque los asistentes pretendían conocer qué intención tenía cada obra, esto nunca podría lograrse porque para ello tendrían que vivir en el pensamiento del artista, sentir lo que es él, haber sufrido, llorado, amado y detestado cada cosa que pasó en la vida de aquel admirable artista, el maestro Camilo Torres.

En ese momento, la piel de Juan se erizó, su mente confundida logró vislumbrar una silueta conocida: era Pedro, quien se dirigía hacia donde se encontraba Juan junto a Laura. La mirada de Pedro, llena de rencor, odio y venganza, se dirigía a Juan, quien sin saber qué hacer se quedó ahí parado hasta que Pedro se acercó y besó descontroladamente a Laura, quien le entregó sus labios sin medir. Cuando este apasionado momento terminó, ambos amantes miraron fijamente a Juan y le dijeron con una sincronización casi perfecta: “Tú no eres más que un leve trazo en una gran obra”.  

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