En medio de la gran cantidad de transeúntes están dos seres distintos que son uno a la vez: Isabela y Alejandro. Isabela, un poco mayor que Alejandro, daba su vida por él, en él había encontrado un amor intenso que bajaba de las estrellas e incrementaba la llama de la pasión, pues no solo eran pareja, novios y compañeros, eran amantes: en las noches dejaban de lado el rigor que la sociedad impone para dejarse llevar por sus sentimientos, aquellos que muchas veces los llevaban hasta sus límites.
Por lo general, los encuentros amorosos eran recurrentes, pero con el tiempo no fueron suficientes para suplir los mundos opuestos en los que vivían y los problemas se convirtieron en una sombra de su relación y en el talón de Aquiles que marcó el inicio del fin.
Esa noche, Isabela y Alejandro esperaban el tren que los llevaría una vez más a reencontrarse bajo la penumbra, pero esta vez algo era diferente, la espera era más larga que la última vez, el cielo más oscuro y el frío calaba sus huesos. Sin embargo, esto no fue un impedimento para que ellos se fijaran en las personas que pasaban a su alrededor, entre estas había una pareja, en la que el hombre era robusto, alto, con una mirada amarga y con cerca de 50 años. La mujer tenía aproximadamente 45 años, delgada, pelo recogido, abrigo cachemir; ella parecía afligida y sus hermosos ojos negros como el ébano, reflejaban tristeza, desconsuelo y melancolía.
Detrás de la pareja se bajaron los demás pasajeros, uno tras otro, con tanta prisa, que hacían del lugar más recurrente el más solitario a la vez. Pasaban los minutos y ante el retraso, en el intercomunicador de la estación se escuchó: “Señores pasajeros, nos disculpamos con ustedes ante la tardanza del tren B504, debido a inconvenientes presentados por uno de los móviles”. Al escuchar tal situación, Isabela y Alejandro optaron por esperar mientras el impasse era solucionado, así que siguieron observando detenidamente a las parejas que pasaban frente a ellos.
Un par de jóvenes que parecían de su edad pasaron enfrente, iban cogidos de la mano, ella no dejaba de sonreír, era como si estuviera en una antigua calle parisina rodeada de girasoles en primavera, en la que los balcones de las casas estaban abiertos y el aire movía las cortinas, al tiempo que se transportaba el olor de las flores, junto con la fragancia dulce del amor y la pasión, tras el beso que le dio su amado.
Ambos jóvenes parecían muy felices, sus miradas no dejaban de encontrarse, parecían haber construido su propio mundo, en el cual el tiempo y el espacio eran suyos, maleables a su disposición, podían detenerlo o pasar los malos momentos de forma tan rápida que ninguno de los dos notaba el error del otro. O más bien, siguiendo las percepciones de Isabela, la unión y el compromiso de ambos les permitirían solucionar sus problemas.
Isabela y Alejandro seguían esperando en la estación del tren mientras pasaron dos realidades frente a ellos, ante estas, Isabela recordó que hace unos meses su relación era lo que había soñado: bellas tardes con Alejandro en las que miraban el paisaje uno junto al otro, largas tertulias hasta el amanecer, preguntas por el mundo sin cesar, cuestionamientos a la esencia del humano, notas de amor, libros compartidos, mensajes inapropiados y declaraciones de amor.
Todo esto había desaparecido y aunque estuvieran allí, ya no era lo mismo, las peleas eran recurrentes, los malos entendidos no se hacían esperar y empezaba a aparecer cierto desapego del uno por el otro. Isabela, al darse cuenta de ello, abrazó a Alejandro y lo besó como la primera vez, un beso que despertó en ellos algo que habían olvidado, aquella pasión y atracción que había quedado atrás.
Alejandro la tomó en sus brazos, besó su cara mojada por sus lágrimas y le prometió que las cosas serían como antes, él le dijo que haría lo que fuera por estar con ella, a lo que Isabela respondió que ella lo amaba con su alma y daría lo que fuera por él, que estaría junto a él siempre sin importar lo que sucediera.
Transcurrieron cerca de 40 minutos hasta que el tren llegó. Ambos subieron dispuestos a reconocerse nuevamente y recordar lo que los unió, para olvidar los momentos amargos que habían opacado su relación, pues el amor y los buenos momentos eran más importantes que los errores, y juntos lo superarían y volverían a ver en sus ojos el reflejo del otro, aquel con quien habían compartido gran parte de su vida, junto con los sueños y momentos en los que el otro lo necesitaba. Sus preocupaciones y logros eran los mismos y ambos serían los ojos, oídos y piernas, así como el farol que guiaba al otro en su camino.
Al llegar a casa de Alejandro, el perdón surgió, las lágrimas mojaron sus rostros y la noche les permitió ahogar aquel sentimiento de dolor.
Los días pasaron y las dificultades aparecieron nuevamente, no obstante, esta vez Alejandro decidió terminar la relación y no regresar jamás. Isabela, muy afligida, intentó retomar su vida. No le fue fácil, pues se encontraba frecuentemente con su expareja, lo cual hacía más difícil su situación. Por esto, decidió alejarse un tiempo, dedicarse a su carrera y hacer el viaje que siempre había soñado.
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