Colaboración de: José Joaquín López

Todos los viernes a las cinco de la tarde nos íbamos al barranco con el Carlos y el Chejo.

Vivíamos en la misma colonia e íbamos al mismo colegio, a pocas cuadras de nuestras casas. Nos juntábamos en la casa del Chejo y bajábamos hasta la casa del viejo, que nos esperaba sentado en su mecedora fumando un cigarrillo mentolado.

Sonreía al vernos llegar, con los dientes amarillos que tenía. Se acariciaba la barba blanca y nos daba la bienvenida mientras se seguía meciendo. Le llevábamos la comida que nos pedía: a veces fruta, a veces pan, otras veces pollo o carne. Mientras observaba lo que habíamos llevado, nos decía, siempre, que si estábamos listos para volar…

El que había descubierto al viejo era Carlos, un día que se fue solito al barranco. La gente decía que estaba loco y que era brujo. Otros decían que era un pervertido mañoso. La cosa es que un día llegó Carlos con la noticia de que había aprendido a volar. –  ¿A volar barrilete?-  le dijo Chejo. –  No, a volar en serio,  a andar por el aire, dijo Carlos.

Nos explicó que había ido con el viejo del barranco, que lo recibió amable, platicaron y que el viejo le preguntó que si quería volar. Yo le dije que ese viejo no me daba confianza, pero Carlos dijo que fuéramos los tres, que ya le había hablado de nosotros, que no había nada que temer. Le preguntamos a Carlos  ¿que cómo era eso de volar?  Nos dijo que mejor probáramos, porque no se podía explicar.

Era un día lunes, a la salida del colegio. A la tarde le pedí permiso a mi mamá para ir donde Chejo con la excusa de estudiar, pero no me dio permiso. – Vos vas a jugar Nintendo, no a estudiar- me dijo, -como si no te conociera. El viernes, podés ir si querés, pero antes tenés que hacer las tareas. Cuando les conté a Chejo y Carlos, quedamos en que el viernes era buen día y que nos juntábamos a las cinco de la tarde, ya con las tareas terminadas. Toda esa semana fue eterna. ¿Cómo sería eso de volar? Yo lo imaginaba de muchas maneras. También pensé que a saber con qué cosa nos saldría el Carlos. Como cuando en los anuncios te pintan la gran hamburguesa y vas y la pedís y es una cosa pequeña y descolorida apenas.

En los recreos nos juntábamos a comer la refacción, pero no le logramos sacar más a Carlos. Tienen que probarlo, contestaba siempre. Así nos tuvo toda la semana. Cuando por fin llegó el viernes, yo salí volado del colegio a la casa, almorcé a la carrera e hice las tareas. A las cuatro de la tarde ya estaba listo. Me puse a ver tele para esperar un poco e ir a la casa de Chejo.

Cuando llegué Carlos ya estaba allí y nos fuimos rápido al barranco. Yo nunca había bajado a ese lugar. Había árboles y monte y pocas casas. Llegamos rápido a la casa del viejo, que nos invitó a pasar y a la vez le reclamó a Carlos que no llevábamos nada de lo que había pedido. Carlos respondió que se le había olvidado, pero que a la próxima no íbamos a fallar. Meciéndose con el cigarro en la mano, el viejo dijo que por esta vez no había problema y preguntó que si estábamos listos para volar. Los tres dijimos entusiasmados que sí que estábamos listos. El viejo se levantó de la mecedora y nos llevó al fondo del barranco, en donde pasaba un río de aguas negras. Nos pidió que nos tomáramos de las manos y dijo que debíamos concentrarnos.

Nos explicó que para volar debíamos volvernos tan ligeros como nuestro espíritu, de tal manera que el cuerpo se sujetase a las leyes del espíritu y no al revés como sucede siempre. Para ello debíamos cerrar los ojos y poner nuestra mente en blanco, sin pensar en nada. Luego de eso debíamos pensar en las personas que más queríamos, pues sólo la fuerza del amor es la que eleva el espíritu. Yo pensé en mi mamá y en mi hermanita de un año.

Después de unos cinco minutos tuve un gran susto; el que se empezó a elevar fue Carlos. Yo lo tenía tomado de la mano, sentí que temblaba un poco y de repente, se empezó a elevar. Yo abrí los ojos y vi que sus pies estaban a medio metro del suelo.

Grité del susto y Carlos cayó. El viejo me dijo que debía estar callado y concentrado, que así no iríamos a ningún lado. Nos dijo que nos fuéramos y que la próxima vez volviéramos con frutas: sandía, melón, papaya, duraznos y piña. Que si no lográbamos volar la próxima vez, que mejor ya no llegáramos. En el camino de regreso bombardeamos al Carlos con un motón de preguntas:

¿Qué se siente?

– ¿Cómo le hiciste?

– ¿Por qué a nosotros no nos salió?

Nos dijo que nos teníamos que concentrar, que el viejo es buena onda, pero si no le hacés caso, ya no te recibe. Le preguntamos de nuevo qué se siente, pero nos contestó como las otras veces… Lo tienen que probar por ustedes mismos.

Esa fue otra semana eterna. Ese viernes teníamos que lograr volar a como diera lugar. Yo me encerraba en mi cuarto y trataba de concentrarme, pero era difícil. Con Chejo y Carlos nos juntamos un par de tardes a hacer ejercicios de respiración y practicar para cuando fuéramos con el viejo.

Cuando llegó el viernes, otra vez me fui volado del colegio a la casa, y tuve suerte porque no tenía tareas del colegio. Nos juntamos de nuevo en la casa de Chejo y fuimos a comprar las frutas del viejo. Nos propusimos que ese viernes teníamos que volar, teníamos que lograrlo.

El viejo nos recibió como la vez anterior y se alegró cuando vio lo que le llevamos. Fuimos otra vez hasta el río de aguas negras y nos tomamos de la mano. Todos respiramos profundo. Esta vez; yo sólo pensaba en mi hermanita.

Sientan como su cuerpo es ahora su espíritu.

Sientan como son más livianos que el aire.

 Yo sentí que Carlos y el viejo se elevaban. Después de concentrarme lo suficiente, yo también flotaba. El último que lo logró fue Chejo.

Nos soltamos de las manos y el viejo dio un grito y nos asustó. Caímos al suelo. Nos dijo que eso era todo. Salimos corriendo emocionados, casi que ni nos despedimos del viejo.

Regresé emocionado a la casa, brincando de felicidad. Mi mamá me preguntó que por qué tanta alegría y yo le dije que por nada. Fui a ver a mi hermanita a su cuna y me sonrió.

Se convirtió en costumbre de todos los viernes ir a volar con el viejo. La sesión de vuelo duraba media hora y se nos iba rápido. Nos prohibió hablar del asunto con otras personas.

Con el tiempo yo volaba a un metro de altura encima del río de aguas negras. Podía durar un minuto volando. Se sentía bien, como si no pesara, como si no tuviera cuerpo.

Para dirigir el vuelo, teníamos que pensar antes hacia dónde queríamos ir. Planificando todo, si no lo hacíamos, nos caíamos. El viento en la cara a la hora del vuelo era increíble. El Chejo cayó una vez en una piedra y casi se quiebra el pie. Yo me di con la cabeza contra un árbol. El viejo se reía de nosotros cuando nos pasaba algo así. Carlos nunca se caía, siempre era el que mejor se concentraba. Intentamos muchas veces volar en nuestras casas, cada uno en la suya, pero no lo logramos. Nos juntamos muchas veces en la casa de Chejo para intentarlo juntos, pero no podíamos. Sólo con el viejo podíamos volar.

Cuando nos fuimos haciendo mejores voladores, nos inventamos algunos juegos con Chejo y Carlos. Jugamos flotafútbol, voleyfly, airbasquet, nombres así les poníamos. Era genial. En el flotafútbol, mi favorito, podíamos hacer chilenas de vuelta entera. El viejo hacía que la pelota también flotara. Era como estar en sueños. La canasta del airbasquet la pusimos en un árbol bien alto. Todos hacíamos clavadas como los basquetbolistas de la NBA. El viejo también se divertía. En el aire no parecía que fuera viejo, jugaba igual que nosotros. El que volaba más alto era Carlos. Llegaba, yo calculo, a unos diez metros de altura. Era también el que podía durar más tiempo en el vuelo, podía tardar hasta cinco minutos. Con Chejo le preguntábamos que cómo le hacía, y él sólo contestaba que se concentraba más. En el colegio el único tema del Carlos en los recreos era qué nuevos juegos podríamos inventarnos para el vuelo de los viernes. Nos dijo que de grande iba a ser piloto aviador. Pero si vos vas a volar más alto que los aviones, le dijo el Chejo. Algún día se terminará lo del vuelo con el viejo; respondió. Nosotros no podemos volar solos. A Chejo y a mí nos pareció que Carlos sabía algo más. O por lo menos que lo presentía.

Después de cinco meses de vuelos todos los viernes llegaron las vacaciones. Quisimos ir ya no sólo un día, sino toda la semana. Eso no le pareció al viejo. Dijo que sólo nos recibiría los viernes, nunca salió a abrir otro día que no fuera viernes.

Hasta las vacaciones no nos habíamos dado cuenta de varias cosas: la primera era que nadie nos había visto volar, la segunda era que no habíamos visto a nadie más visitar al viejo. Tampoco sabíamos su nombre, a pesar de haberle preguntado varias veces. Siempre cambiaba conversación. Según el viejo nos había contado, había sido piloto aviador y había tenido una mujer y una hija. Las dos habían muerto en un accidente en una avioneta, cuando sucedió eso, el viejo dejó de trabajar y decidió vivir el resto de su vida con los ahorros que había logrado. Como los ahorros no eran muchos, se había ido a vivir al barranco. Carlos nos contó que una vez se le salió decir que visitaba ricos a los cuales hacía volar por dinero. Seguro le pagaban bien. La casa del viejo eran cuatro paredes de madera vieja y unas láminas de metal también viejas. Una conexión eléctrica clandestina le daba electricidad para una vieja percoladora, una televisión y una estufa eléctrica. El viejo tenía salud de hierro, nunca se enfermó de nada, según él mismo nos dijo. Para ese entonces ya los tres éramos expertos voladores. Hacíamos piruetas en el aire y durábamos más tiempo suspendidos. El más veloz era siempre Carlos. Hacíamos carreras en el aire. Volar te da sensación de libertad, de que todo es posible.

Éramos únicos, nadie en el colegio ni en la colonia ni en el país, podía volar.

Sin embargo el viejo nos advirtió desde el principio que no nos saliéramos de los límites que él nos estableció. Volábamos en un espacio del tamaño de un campo de fútbol. Varias veces intentamos cruzar el límite y volar más allá, pero nos caíamos. Las sesiones tampoco duraban más de la media hora establecida al principio. El más temerario era Chejo. Subía lo más alto que podía y se dejaba caer en picada gritando en el camino. Justo antes de pegar en el suelo, elevaba el vuelo de nuevo. La pasábamos bien siempre, y creo que nunca he sido más feliz. Pero como todo, los vuelos en el barranco llegaron a su fin.

El tercer viernes de ese diciembre, como siempre, bajamos a la misma hora, pero no encontramos al viejo. Sus cosas tampoco estaban. No era que tuviera mucho, pero no estaban. Lo buscamos como locos hasta que oscureció. No lo hallamos. Volvimos al día siguiente, y al siguiente. Bajamos los siguientes viernes de diciembre y de enero, pero no volvió. Desapareció del barranco.

Intentamos volar solos pero nunca lo logramos. La teoría de Chejo era que se había ido a la casa de uno de sus clientes ricos. Yo pensaba que a lo mejor se había cansado del olor del río de aguas negras y se había ido. Carlos, en cambio, pensaba que se había ido a otro barranco, y que ahora todos los viernes, otros niños en ese barranco volaban junto al viejo.

**Gracias a un lector.

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