Autor. Edgardo Bassi Burgos

Se paró al frente y le entregó la rosa que al pasar le regaló la vendedora de la esquina. Tardó en coger la flor, que, a su vez y sin saber por qué, le regalaba ahora a la muchacha de aire distraído que se topó sentada a la sombra de un árbol de mango.

La flor la recibió al cruzar la esquina de una anciana vendedora, quien colgaba en la pared circular un letrero y depositaba en el suelo de la acera los baldes plásticos con su contenido floral.
Como no tenía dinero, se rehusó a recibirla, pero la mujer insistió y hasta le aseguró:
—Tómala, cambiará tu destino.

Al final aceptó, y es que si alguien te regala flores, cógelas, al menos te queda la fragancia.
Agarró con los dedos la cálida rosa roja y caminó hasta la puerta, que apenas abrió cuando la vio.

Sentada en una banca con la mirada y la sapiencia de la mujer elegida, fulgidos sus ojos negros y sus cabellos lacios. Bonita como el boceto artístico de líneas geométricas redondeadas o las letras de un libro de poemas.

No supo nada, no entendió tampoco, pero de repente y confundido se encontró entregando la flor e hincado diciendo la frase: “¿Quieres casarte conmigo?”

Sin asomo de sorpresa, ella sonrió y dijo despacio.
—No me conoces, no sé quién eres.

A diferencia de ella, sus ojos eran claros y su cabello, de trigal ensortijado. Vestía un jean descolorido y llevaba una camisa hindú con un bordado de arabesco al pecho.

Recuperado del encanto sonrió, le dio su mano, se disculpó alejándose raudo, sin saber que estaba marcado por un ciclo de vida.

Muy cerca, en otra banca, una muchacha notó la escena y con un suspiro expresó:
—Yo hubiera aceptado.

La situación inesperada produjo una conmoción que la sacó de su meditación, y la invadió un deseo secreto que la aterrizó de urgencia a la realidad.

—¿Quién era?

—¿Qué clase de broma quiso hacerle?

—¿Por qué?

Recordó haberlo visto una vez, que lo llamaban ‘el nuevo’, pues parecía haber ingresado hace poco, como producto de alguna transferencia.

Pensando que la situación estaba superada, se frenó y fue a clase.
De su parte continuó pasmado sin entender el suceso, de donde sacó ese arrojo para tirarse al piso y entregar aquella flor, pero, sobre todo, cómo pronunció aquella frase, «¿Quieres casarte conmigo?».

Toda su vida, había pasado por tímido, con mucha dificultad había logrado tener alguna que otra relación a sus veinticinco años.

Cierto, estaba reciente en esa universidad a la que llegó buscando el olvido y ansioso de mar. Vivía cerca en una habitación de techo de cinc y bajo la sombra fresca de un níspero ubicada al fondo de un garaje de mecánica que le aportó un pariente generoso. La cosa económica era la típica de un estudiante y profesor de historia en un pequeño colegio.
Solo la había visto una vez en la gallera durante un mitin —así llamaban a una retreta que estaba al fondo y donde se realizaban las asambleas estudiantiles—.
La vio de pie y, por alguna razón que no precisó, su mirada se fijó en su cara y en sus torneadas piernas, pues llevaba puesta una minifalda de fuertes contrastes cromáticos.
Al salir de clase, volteó la esquina y no vio a la vendedora.

Esa noche no pegó ojo; durante ratos y giros a la almohada, la escena seguía atornillada en su cabeza y pensaba feliz. ¡Y bueno! ¿Qué tal que hubiera dicho que sí?

Dio vueltas con la sensación del ridículo y con la alegría del hechizo de su atrevimiento, vago insomne mezclando sus imágenes.

Ella poseyó durante toda la tarde y la noche el mismo recuerdo; la impresión fue fuerte. A sus 20 años tuvo antes dos novios con los que apenas se besó, por lo que aún seguía siendo virgen; además, se sentía segura al formar parte de una familia cristiana de padre, madre y dos hermanos.

Vivía no muy lejos en una casa serial de un solo piso que ocupaba un lote de mediano tamaño, una de esas viviendas promovidas por corporaciones populares, donde lo importante era el conjunto urbano de pequeños antejardines cepillados en cuya fachada una terraza mitigaba las altas temperaturas. Y allí pasó buena parte de la noche en la mecedora de tipo cubano, dándole vueltas al asunto.

¿Quién era?

Al día siguiente, ambos madrugaron; él para ingresar temprano sin tropezarse, pues estaba apenado, y ella a la banca con la curiosidad de preguntarle y, por qué no, reclamar respuestas.

Durante la semana la situación no cambió, solo que él la veía de reojo detrás de un calado desde donde su mirada voyerista la recorría toda.

Estaba ahí en la misma banca. Desamparada y vulnerable, expuesta a un cono lumínico sostenido sobre su cuerpo, tal como una pintura impresionista.

Al salir por las tardes buscaba en la vuelta de la esquina a la vendedora; alguna extraña razón le decía que ella podía saber qué pasó.

¿Y ella?

Al parecer sintió una condición de engaño.

¿Dónde estaba?

¿Por qué se perdió?

La visión fugaz y limitada de la rosa roja le causaba con frecuencia un desorden mental, una penumbra desconcertante y complicada.

 

Abstraída con la mirada hacia afuera y adentro, como llevada por una fantasía del inconsciente, recogió del suelo un mango, lo tomó en la mano y recorrió sus pasos naturales: la fruta, la flor, la hoja, la rama, el tronco, la raíz y la semilla, y de nuevo el fruto.

Y sintió un frío paralelo que transformó su emoción.

Así que tomó la decisión de buscarlo.

No tan lejos y llevado por un sistema autónomo surgido de su interior, pensó lo mismo.

Madrugó a la banca y no la encontró; se sentó durante horas a su espera. Sus ojos se fijaron en un mango del suelo que devoraban con placer las hormigas.
Jugaron durante otra semana al gato y al ratón, por pocos segundos no se rozaron, ella que bajaba del ascensor y él que lo tomaba 15 segundos después, ella en la gallera y él en la banca; como parte de un absurdo y poco usual ámbito, se habían cruzado de sitio, extraviándose.

Los días avanzaron en una acentuada ansiedad que los tenía al borde de una depresión casi trágica, en la que el espacio accesible les cambiaba el horizonte; eran ahora noche y día, luz y sombra.

La tensión estaba al límite aquella mañana, cuando al mirar a la esquina vio a la vendedora y corrió ciego. Justo al dar la vuelta, tropezó y cayó al piso de rodillas.

Se incorporó y su sombra se juntó con otra sombra…

La de ella… Y sin medir distancia la abrazó y se fundieron en un prologando beso de formas y colores que subió al cielo, y en el vuelo de las aves paseó por el universo a la luz de los instintos.
Ella pensó en el árbol y su ciclo, y él miró hacia la vendedora.
Se había esfumado. Seguían allí las flores, el olor al perfume de sus besos y el escrito de la pared…

… Solo vendo  flores para  los enamorados.

**Gracias a un lector.

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