Mateo nació y creció en mi tierra natal. Barbosa – Santander. De raza French Poodle, de la cual se caracteriza por su inteligencia, su dulzura, cariño, y fidelidad, con una habilidad para aprender, para pensar y resolver problemas, definitivamente son como unos niños. Estuvo conmigo toda su niñez, ya en su vida juvenil viajamos a la capital – Bogotá. Esta ciudad es mucho más fría de donde el venía, de una tierra más calientita. Le dio un poco duro el cambio, pero al final se adaptó.

Era mi más grande fiel y único amigo, el que jamás nadie quisiera perder.

Lo llamé Mateo porque me pareció un nombre muy tierno, y su carita representaba ternura y amor.

Era Mateo, quien más se alegraba de verme llegar a casa, le encantaba comer espaguetis, y dormir mucho, le fascinaba que le rascara su cola y le prestara atención, tomar mucha agua, y comer dulces a pedacitos.

Se le veía muy feliz cuando le colocábamos su brazalete azul oscuro para ir a pasear, amaba su camiseta esqueleto azul a cuadros, y que al bañarlo lo secara mucho con su secador, no le gustaba que se le hicieran marrones en su pelito, pues su bolita de pelo no los toleraba. Yo le aplicaba mucha loción, pero a él no le gustaban los olores fuertes de las fragancias, inmediato empezaba a estornudar mucho, lo heredo de su mamá.

Solía pasar su mayor tiempo en mi habitación, durmiendo o acompañándome en mi tapete color rosa. Nunca hacia sus necesidades dentro del apartamento. Sabía las horas de los alimentos y me iba a buscar para la cena.

Con el paso del tiempo, mi perrito comenzó a envejecer y sentí que me dejaría algún día. Y pensé: – Yo iría a sufrir mucho.

Transcurrieron los días, y la vista de mi perrito se agotó, ya no me veía y por instinto me sentía por los alrededores del apartamento. Llegaba a su camita por instinto y su olfato. Se estrellaba mucho y sé que el solo quería buscarme.

La fuerza de sus patitas ya era muy escasa, y al comer en su platico color amarillo, se caía mucho encima de sus alimentos, por eso siempre trate de ayudarlo con eso.

Sus dientecitos, se empezaron a caer y su salud a empeorar. Allí ya se orinaba encima y hacía sus necesidades, sin saber que se untaba solito.

Un domingo como cualquiera, llegué en la noche a casa, y me llevé una triste noticia…  Mi madre me contó:

– “Mateo ya no come”.

Desde ese día Mateo nunca más volvió a comer, su gargantica se había cerrado para siempre, tan solo podía pasar unas pocas góticas de suero, sentí desde ese instante que ya lo perdía.

Lloré como nunca, sabía que nunca más se levantaría, sentí que ya lo perdía.

Él lloraba mucho en las noches, pues se quejaba del dolor en su cuerpecito por sus pequeñas peladuras que por la edad le salieron yo solo podía darle calmantes en gotas.

Así pasó una semana y al ver que sufría, también sufríamos nosotros.

Mateo mi bolita de pelo, también usó pañal, por eso sé que ellos son como las personas, tan solo que no pueden hablar, y que de ancianitos, pasamos a ser niños otra vez.

La historia más triste de amor perruno es la que cuento hoy, porque nunca llegué a pensar ¿cuánto se puede llegar a amar así a un animalito?

Que pasa a ser un miembro más de nuestra familia, tuve que tomar una decisión muy difícil para mí: aplicarle a mi perrito la eutanasia. Pues yo sentía que lo iba a matar, cuando lo único que yo quería, era que no sufriera más. Mateo no me quería dejar, no moría, y yo sufría de ver que mi perro sufría aún más.

En sus momentos de agonía, le dediqué canciones, le hablé  y le pedí que me perdonara por la decisión que tendría que tomar…

–  Solo quería que no sufriera más.

Decidimos junto con mi familia viajar a a Santander donde allí aplicaríamos esta droga que le haría descansar de todo dolor, pues pensamos que si allí nació, debería quedar en su casita que lo vio crecer y pasar los momentos más lindos.

Dieciocho años nos acompañó. De Mateo me llevo los momentos más tiernos, dulces y amigables que jamás podré volver a vivir con nadie, su fidelidad y entrega para conmigo, de un amor tan puro y sincero, jamás lo olvidaré.

Sé que el, jamás me quería dejar sola, por eso no murió por sí solo, siempre lo caracterizó su obediencia, ternura y amor. 

Sé que algún día nos encontraremos y viviremos de nuevo, otra historia de amor, de amor perruno, imagino que hoy juega con otros perritos en el cielo de los animalitos y cuida de mí.

Día tras día pido a Dios poder soñar con él, para abrazarlo tan fuerte como lo hicimos en vida.

Hoy adorno su tumba con flores y una estatua de un perrito dormilón que descansa sobre su tumba, como un símbolo de lo que él era, bolita amorosa y dormilona.

Siempre lo recordare y siempre le amare:

Mamita Andrea.

**Gracias a: Andrea Abril

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