En un programa de televisión conocí a Manuel, o Manu, como pedía que le dijeran. Era un tipo con dinero y roce social, que solía dar las mejores fiestas.
Manu era un tipo de 35 años muy agradable y lo suficientemente culto para no aburrir a la gente intelectualmente sofisticada. Se dedicaba a comprar y vender arte plástico, pintura y escultura. Sabía quiénes eran los principales artistas de varios países latinoamericanos y tenía conocimiento de muchos de los artistas emergentes. Se hacía amigo de ellos y les compraba colecciones enteras que después vendía entre sus contactos nacionales y extranjeros.
Para entrar en contacto con la sociedad y los artistas solía dar una gran fiesta mensual en su casa, ubicada en una zona exclusiva y céntrica. Había buena comida, buenos vinos y buen whisky, pero no faltaba la cerveza para quien pidiera. Llegaba mucha gente y en las fiestas se hacían contactos y él se encargaba de organizar grupos de plática y de procurar que todo mundo estuviera bien atendido. Era un buen anfitrión.
La gente que llegaba se dividía claramente en tres grupos. Los artistas, la gente de dinero y la gente bonita. Un pintor me dijo que a las mujeres bonitas las encontraba en agencias de modelos y algunos prostíbulos. Procuraba, eso sí, como si fuera cosa de diseño, que no desentonaran, así que nunca vi en las fiestas a mujeres culonas operadas.
En la primera fiesta conocí a Andrea, que para deshacerse de un viejo insistente me llevó aparte al jardín para platicar. Me lo dijo claro, que no pensara que ella se me estaba insinuando. Me contó que una de sus hazañas era haber leído un libro de más del mil páginas. Le pedí que me contara un poco. La vi entonces relajada, contándome algunos detalles que le habían gustado, casi sonriendo, orgullosa de haber terminado el libro y de haberlo comprendido. Resultó ser una buena lectora, me mencionó varios escritores mexicanos y españoles que había leído. Coincidimos con algunos autores y la plática resultó muy agradable. Me prometió leer mi libro. No quiso darme su número de teléfono.
Manu me presentaba con sus amigos como el escritor del año aunque nunca leyó mi libro. Me decía que lo había empezado a leer y un par de veces le pregunté si había llegado a la parte del accidente y me dijo que sí, que le había gustado. No había ningún accidente en mi novela. Adquirió cien ejemplares de mi libro y me hizo firmar algunos. Regaló casi todos entre sus amistades con aficiones literarias. De varios de ellos recibí buenos comentarios por correo electrónico. A veces lo acompañaba a vender o comprar pinturas, algo en lo que era insuperable. Después de presentarme como escritor preguntaba por mi opinión. Si era para comprar, antes habíamos acordado que yo no daría comentarios muy entusiastas. Si era para vender, yo tenía que alabar la obra y al artista pero sin llegar a ser obvio o artificial.
Roberto, me decía: “Sos bueno con las palabras, solo tenés que ser un poco más desalmado. La literatura nunca te va a dar dinero, nunca lo ha dado, pero el estatus de artista-escritor sí que te puede abrir camino”.
Me encontré con Andrea varias veces más en casa de Manu, siempre charlábamos de forma amena. Como puso distancia al principio no hice mucho por pasar a otro plano. Ella fue la que me sorprendió besándome una vez que dije de memoria un poema de Benedetti, que me había servido un par de veces antes. Después de la fiesta fuimos a un motel y luego hicimos un road trip de cinco días por varios departamentos de Guatemala. Fue la mujer más bonita con la que he estado. Vimos varios atardeceres juntos en la carretera, en la playa, a la orilla de un lago. Hicimos el amor muchas veces, hasta el dolor.
Al regresar del road trip ella no quiso decir adiós pero dijo que ya no nos veríamos, que quería regresar con su novio de toda la vida. Tal vez en algunos años nos reencontremos, dijo.
Seguí yendo a las fiestas de Manu, aunque poco a poco perdí la motivación. Después de un año de publicada mi novela, yo ya no era novedad. No escribí nada durante dos años y mi estatus como escritor bajó de nivel. No me gustaban los programas de tertulia ni ser un opinador de coyuntura. Perdido el brillo inicial, las invitaciones a las fiestas se hicieron más escasas, hasta que ya no existieron.
Gracias a un lector: José Joaquín – Anecdotario.net
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