Por: Lorena del Pilar Motta Forero**.
Consultora en Global Forensic Auditing (GFA)

Hablar sobre la corrupción se ha puesto de moda. Tal vez se deba al gran número de escándalos divulgados en los medios de comunicación durante el año 2016 en el mundo entero; o a que el Banco Mundial la haya catalogado como prioridad para poner fin a la pobreza extrema en el 2030 y aumentar la prosperidad compartida en los países desarrollados (Ver link). O a que, según estadísticas de esa misma entidad, al menos un trillón de dólares es pagado cada año en todo el mundo en sobornos, siendo la cifra asociada a pérdidas económicas y sociales por la corrupción mucho mayor; o a que los ciudadanos ya no pueden con más reformas tributarias para financiar la falta de transparencia y de ética pública (Ver Link) ; o a que, desde la lógica política,  la oposición  (sea cual sea el nombre del partido o del país implicado) centra su preocupación en la posibilidad de que haya una desviación de los recursos públicos hacia bolsillos privados (o, tal vez, a bolsillos que “no son los propios”).

Sea como sea, las propuestas anticorrupción tienen su cuarto de hora, y aquí la academia y los que estamos interesados en la ética tenemos, por algunos días, audiencia, lo cual es ya importante en una sociedad en la que, a todos los problemas, aún a los estructurales, se les da un tratamiento coyuntural.

Leyendo atentamente los artículos que se han escrito en los últimos meses sobre este tema, queda en evidencia que, como ocurre en otras muchas materias, la corrupción está sobrediagnosticada y que, de boca para afuera, no hay persona que la defienda o la justifique. Otra cosa es lo que se cuece en la “moral personal” y en las actuaciones diarias en un entorno de “capitalismo salvaje” y “egoglobalización”.

La corrupción es, hoy por hoy, el más oscuro de los impuestos, dado su carácter oculto, regresivo, ampliador de la brecha, distorsionador de mercado y estrangulador de oportunidades. La corrupción es un impuesto oculto, debido a que es un sobrecosto que pagamos los ciudadanos para cubrir sobornos o ineficiencias derivadas de asignaciones contractuales viciadas.

Las noticias del pago de soborno y que se presentan como afectación al erario, no son otra cosa que una mengua fantasmal del ingreso disponible de los ciudadanos de bien, esto sin contar el efecto multiplicador de este fenómeno perverso, vía gastos adicionales que tenemos que asumir por la deficiente prestación de los servicios públicos que deberían estar cubiertos con el cumplimiento de esta obligación tributaria (piense en cuanto destina usted en salud privada, seguridad privada, educación privada… todo esto, debido a la corrupción).

La corrupción también es un impuesto regresivo, pues afecta en mayor porcentaje los ingresos de los más pobres. No se trata aquí solamente del gasto social que se erosiona por las actuaciones de los corruptos, sino en el porcentaje del ingreso que cada clase social debe destinar al pago de sobornos por la falta de transparencia y ética de las instituciones.

Según un estudio del Banco Mundial, en Paraguay los pobres pagan un 12.6% de su ingreso en sobornos, mientras que las personas de ingreso alto, pagan el 6.4% de sus ingresos. En Sierra Leona, los porcentajes son 13% y 3,8% respectivamente (Ver link) Estos pagos, execrables per se, se tornan más oscuros si consideramos que van a parar a bolsillos de personas que por su situación de poder, normalmente están en el grupo de mayores ingresos.

La inequidad, propiciada entre los grupos locales, se reproduce en el plano internacional ampliando brechas globales. En el citado estudio del Banco Mundial, se encontró que por este fenómeno, los flujos de dinero viajan de los países más pobres hacia los más ricos, aspecto que requiere que cualquier iniciativa para reversar esta práctica perversa sea global, no regional.

Por todo lo anterior, el impuesto enmascarado de la corrupción, va en contra del bienestar y estrangula oportunidades de consumo, ahorro, inversión, gasto público social, distorsiona los precios, afecta la competitividad global y, por ende, la convergencia y la sostenibilidad económica.

Hasta aquí un resumen en términos macroeconómicos, de lo que implica la corrupción, eso al margen de las consideraciones políticas, sociológicas o filosóficas relacionadas con el debilitamiento de la democracia, a la pérdida de la legitimidad del gobierno y sus instituciones, el cuestionamiento del contrato social o la naturaleza gris del ser humano.

Lo que sorprende es que si bien todos conocemos hasta la saciedad lo que es y lo que implica la corrupción, también abundan propuestas creativas y muy interesantes para controlarla.

Planteamientos como los de Juan Carlos Galindo para la eliminación de los paraísos fiscales , islas de los piratas modernos (Ver link); o los impulsados por el Banco Mundial en países como Nigeria, consistes en auditorías de gran envergadura a la cadena de valor de cada sector para detectar los margenes de ganancia normal y las fugas de recursos (Ver link); o  los detallados en un artículo de GFA para dar más transparencia a la contratación y fortalecer y dotar de independencia a los responsables del control (Ver link) ; o los incluidos en mis anteriores blogs, (Ver link) , claman por ser puestos en práctica.

Es cierto que algunas de estas medidas implican revisiones profundas en el modelo social, como las que tienen que ver con la redefinición de las prioridades humanas en esta “sociedad de las cosas” o la renuncia a modelos individuales de competencia extrema que no son sostenibles (Ver link).

Sin embargo, existen mil formas de poner estas propuestas en marcha, con un enfoque de escalamiento, y existen recursos para ello, ya que la mayoría de las propuestas se pueden financiar con los dineros que se recuperarían al evitar las fugas macabras de la corrupción.

Así las cosas, sobrediagnosticada la corrupción y con propuestas concretas y efectivas para controlarla, ¿porqué nos seguimos quedando en soluciones de papel, creando burocracia a través de comités, consejos y comisiones de ética, transparencia y anticorrupción que no dan resultados (en muchos casos, ni arrojan cifras); o normas que se quedan en simples declaraciones pero que no atajan el problema; o investigaciones costosísimas que fotografían el desmadre ético, mientras que las cifras de la corrupción, año a año, siguen creciendo? ¿Quién será el valiente que llegue al núcleo del problema y, con la puesta en marcha de estas y otras propuestas innovadoras que abundan, sea el abanderado real de la anticorrupción?

La solución a la corrupción no depende de que existan fórmulas. La solución a la corrupción depende de que haya voluntad real de cambio y decisión. Esperamos a ese valiente, que con determinación, haga la diferencia.

Ver también aquí