«Los venezolanos son una carga para este país», gritaba un hombre en la calle. Al otro lado de la acera mi esposo y yo observamos al hombre avejentado que, manoteando, expresaba unas razones que no alcanzamos a oír con claridad: la comida que ahora se reparte entre más bocas, las pocas monedas que se regalan a las manos que se multiplicaron, o una simple disputa con un hermano bolivariano. No lo sé.
Natalia llegó quince minutos tarde a su baby shower porque su amiga tiene mala la hora en el teléfono. Almorzaron en medio de nosotras siete chicas, completas desconocidas, a las que les hacíamos mil preguntas. Cuando le descubrimos el rostro para darle la sorpresa y le mostramos todos sus regalos, se cubrió los ojos con sus manos morenas y derramó algunas lágrimas, las mismas que yo había visto una semana antes.
De mi casa a la esquina que doblo todos los días para ir al trabajo hay ocho venezolanas que más que vender regalan chupetas a cambio de una limosna, tres de ellas están a pocas semanas de parir. “Amiga, Amigo”, le dicen a todos al pasar. Sin embargo, solo una de ellas es mi amiga.
Natalia tiene 17 años y tiene una barriga enorme, en ella crece Isabella, su primera hija. La semana pasada la llamé aparte para entregarle un dinero que le había enviado mi cuñada, pues sabrá usted que en este país la generosidad en público es peligrosa. Natalia se acercó cordial, pero su mirada huía de mis ojos hacia las esquinas, hacia las flores, la calle y el suelo. Cierta amargura expresaban los monosílabos con los que respondía a mis comentarios. Traía la misma ropa de siempre y aunque la pandemia mantenía su rostro oculto, siempre imaginaba la bella sonrisa detrás del tapabocas rojo, pero esta vez no era el caso. Cuando le pregunté si había logrado conseguir lo necesario para recibir a Isabella se deshizo en lágrimas. Me contó que estaba en su última semana de gestación, me dijo que había peleado con su novio y no lo veía hace más de una semana, que se había caminado un barrio completo y solo consiguió ropa que su bebé podrá usar en cinco meses; que no tenía nada, ni familia, ni amigos que la socorrieran. ¿Qué hacer en una situación como ésta? La solución inmediata que defienden las mujeres que dicen “luchar por nosotras” es la legalidad del aborto que habría “liberado a Natalia de llevar esa carga”, pero ¿qué hay de aquellas que sueñan con cargar y ver crecer a sus pequeños?, ¿los pañuelos verdes no se agitarán en su honor?
¿Qué hacer en una situación como esta? Del sentimiento compasivo brotó la desconfianza. ¿Me estaba diciendo la verdad? ¿No le parece triste que la generosidad no solo sea peligrosa en público sino que tampoco sea libre? ¿Que exista el temor a dar? ¿Qué hasta para ayudar se necesiten certificados? Pero qué va, me venció el corazón. Mis entrañas se conmovieron ¡Qué impotencia! Natalia no es una venezolana más, es un ser humano.
Natalia siempre está justo en la acera del frente de nuestra casa. Cada que salimos a la calle la vemos de pie o sentada. Cuando inició la pandemia dimos algunas ayudas a nuestras vecinas venezolanas a través de un proyecto social que lidera la organización misionera en la que trabajo. Ahí empezó nuestra amistad. Solo conocía sus ojos, dos jóvenes pupilas cafés que siempre parecían alegres y su cabello largo y negro que siempre llevaba suelto. Me saludaba siempre sin pedir cosa alguna o expresar todas sus desgracias para que me metiera la mano al bolsillo. Eso me dio la libertad de acercarme para charlar.
Viajó sola desde Venezuela a los 16 años. Su hermana, que había emigrado junto a su esposo a Cartagena desde el “paraíso socialista”, se separó de él en tierra colombiana. Obligada a salir a trabajar, no tenía quién cuidara a sus dos niños pequeños por lo cual decidió traer a Natalia para que los cuidara en su ausencia. A los pocos meses un nuevo hombre llegaba a la casa, su hermana tenía un nuevo esposo. Los problemas no se hicieron esperar, al poco tiempo la hermana de Natalia la presionaba para que saliera a la calle a “vender” las chupeticas rosadas, y así conseguir un pasaje de regreso a Venezuela. Al parecer, el nuevo esposo maltrataba a los sobrinos de Natalia, razón por la cual tenían una relación conflictiva. Natalia prefirió irse de la casa y vivir con su novio que mendigar. Ahora dice entre risas: «naguara, pa ver que a la final me tocó salir a vender chupeticas».
Una semana antes del baby shower su novio Iván apareció. Un muchacho tímido que trabaja como mototaxista en un vehículo arrendado. Parece ser que no le va muy bien, porque Natalia sigue saliendo a la calle a buscar socorro aunque le falten pocos días para el alumbramiento. Pero, ¿ cómo podría irle bien si Iván debe pagar 25.000 pesos diarios por la moto, truene, llueva o relampaguee? El covid-19 espantó a los clientes y, para colmo, Iván solo puede trabajar hasta las cinco de la tarde, hora en la que la moto se apaga automáticamente, una condición del dueño del vehículo. Imagínese usted, ese dueño en tres meses podría comprarse una moto nueva, en cambio Iván no podrá ahorrar ni un solo céntimo.
Natalia e Iván viven en una ‘piecita’ arrendada, el diminutivo no es para nada romántico, la habitación mide tres metros de largo y dos metros de ancho. En ella hay una cama, una cuna para Isabella y una cuna desvencijada que le regalaron a Natalia en la que ahora guarda todas sus pertenencias. Cualquier visita que reciban será atendida de pie. La pieza hace parte de un apartamento en el que viven cinco adultos y dos niños pequeños, todos pagan 8.000 pesos al dueño diariamente. No tienen nevera. Viven al día.
«Los venezolanos son una carga para este país», gritaba un hombre en la calle. ¿Puede ser un humano una carga? O la pregunta más bien sería ¿esta carga merece ser llevada? ¿quién debe llevarla? ¿sólo el Estado? En la Constitución Política que Dios le entregó a los israelitas en el desierto, a través del pentateuco (los cinco primeros libros de la Biblia), Dios le dio la responsabilidad del cuidado de los huérfanos, las viudas y los extranjeros a cada ciudadano. Dios no solo quería crear en ellos un carácter fundamentado en el amor al prójimo y fortalecer la unidad, sino que también quería evitar que un gobierno paternalista atentara contra sus libertades individuales. Pero bueno, ese es otro tema.
Me pregunto acaso si esta idea patrocinada de que el Estado debe ser el salvador de los desamparados ha esterilizado nuestra compasión, pero no lo sé, no podría asegurarlo. No se puede negar que es más fácil mover los pulgares y escribir una buena crítica en las redes sociales exigiendo políticas públicas que eliminen las cargas, o en el peor de los casos, hacer negocio con la desesperación ajena, como los dueños que ganan al doble.
Con un grupo de amigas hicimos un post pidiendo ayuda para comprar algunas cosas para Natalia, lo compartimos con unos amigos y ellos a su vez lo hicieron con otros. En cuatro días recogimos más de un millón de pesos, una cuna, ropa para bebé y una cobija térmica que alguien envió desde Bogotá. No me lo esperaba.
La pandemia se ha convertido en una carga de infinitas caras, en algunas esquinas es más pesada que en otras. Cada colombiano enfrenta sus propios frentes de batalla, la comparación sólo invoca a los odios, pero la compasión trae respuestas. No escribo esto para darme crédito a mi misma, lo escribo para todos aquellos que durante esta pandemia han llevado la carga de otros. Yo creo en la generosidad, el amor, la compasión, el sentido de justicia y la conciencia de los colombianos. Es solo que está dormida, y solo despertará cuando podamos ver a Dios en el rostro del ser humano.
Isabella nació en la medianoche del jueves seis de agosto. Isabella no es una carga, es un ser humano y una alegría para todos los que sostuvimos los brazos de Natalia. Ver a esa niña me da esperanza. A la pareja solo le queda esperar con paciencia el momento en que Isabella esté más fuerte para iniciar su viaje de regreso a Venezuela, pero por ahora están tranquilos, pues como dice Natalia, «a mi Dios me bendice donde quiera que me pare».
Por Perla Iveth Murillo