Caminando en la oscuridad entre las veredas de las casas que me conducían a la avenida principal en Katmandú, capital de Nepal, sentí mucho temor de que me atacaran, ya que siendo mujer, extranjera y estando sola, corría muchos riesgos.

Faltaba, quizás, más de una hora para que amaneciera y me arriesgué a salir temprano para poder tomar un vehículo colectivo que me pudiera llevar al aeropuerto internacional Tribhuvan de la ciudad, con la idea de tomar un vuelo en avioneta que iba a sobrevolar el Monte Everest, una experiencia que no quería perderme. Ya era el tercer día que iba al aeropuerto pero no salían vuelos por la fuerte nevada. Tiempo después, al meditar sobre estos hechos, me di cuenta que lo que había experimentado no era nuevo y recordé el temor y la inseguridad que sentí siendo niña en algunos momentos de mi vida. Esa sensación de abandono y soledad vino de nuevo, pero ya no con dolor. Mi niñez transcurrió en un hogar quebrantado y fue en mi adultez que entendí lo importante que es sentir seguridad; es algo que no viene de una seguridad en ti mismo sino en alguien o algo que se vuelve la base de nuestra confianza. El propósito de sentirnos seguros es poder vivir sin temor y confiar en Dios en medio de las situaciones que afrontamos en la vida.

Dios concibió que entráramos en este mundo como bebés, totalmente dependientes y vulnerables, porque quiso que su amor fuera aprendido en el seno de la familia. Deseó que los niños crecieran sintiéndose comprendidos, amados y aceptados. Criados en un ambiente de amor y seguridad, los niños podrían desarrollar una autoestima sana, basada en el diseño de Dios y en la seguridad de seres queridos, valiosos y buenos. Desgraciadamente, muchos hogares no alcanzan este propósito[1]. El hogar latino, por ejemplo, muestra un patrón de conducta diferente ya que la mayoría de las familias están formadas por hombres que tienen dos hogares. Tristemente en ambas familias se procrean hijos que carecen del afecto, afirmación y seguridad que derivan de una relación padre-hijo.

Estos niños llegan a ser huérfanos; aunque tienen un padre físico, está ausente, y las mujeres se ven forzadas a reemplazarlos como autoridad moral en el hogar. De generación en generación las mujeres, inconscientemente, crían hijos machistas, con privilegios sexuales por ser hijos varones, y crían hijas sufridas para aguantar a sus maridos y no para amarlos[2], siendo este último patrón conductual el matriarcado. El machismo y el matriarcado tienen sus raíces en la conquista de América y en el mestizaje generalizado, los cuales sientan las bases para el hogar iberoamericano, bases completamente contrarias a la palabra de Dios y a las buenas costumbres.

A través de toda la Colonia, de norte a sur, en Iberoamérica las crónicas de la época claramente muestran que el hogar iberoamericano estaba constituido por un conquistador amancebado con una multitud de indígenas mujeres, a quienes tenía para su servicio, en todos los sentidos de la palabra, y con las cuales concebían numerosísimos hijos2. Algo que potencializo este hecho es que este conquistador dejó a su esposa y familia en España para emprender el proceso de conquista, pero otra historia fuera conocida si hubieran venido junto con sus familias, como sucedió en la fundación de Estados Unidos por las familias de los Peregrinos. La visión, integridad y fortaleza de este pueblo nos desafía a todos[3]. Así, se fundó el hogar dúplice que caracteriza a Latinoamérica, donde el varón puede hacer lo que se le antoja, y la mujer sólo requiere desconocer lo que su esposo haga para no tener que enfrentar esa vergüenza públicamente. Ella demanda ser tratada con honra y decoro, un triste sustituto por la moralidad, sin embargo, ese doble estándar existe hasta el día de hoy en la inmensa mayoría de nuestros hogares y en los de nuestros antepasados.

Un continente de mestizos huérfanos, que forman familias disfuncionales y engendran a otros huérfanos como ellos. El niño, en el hogar de un macho, experimenta a su padre como alguien remoto, exigente, arbitrario, incluso, puede ser abusador, lo cual llena al niño de un profundo resentimiento, muchas veces reprimido2.

Según el informe Mapa Mundial de la Familia 2014, cuyo objetivo es analizar cómo está cambiando la estructura familiar en los distintos países y la forma en que estos cambios influyen en el bienestar de los niños[4], el cual fue realizado en 49 países y apoyado por la Universidad de la Sabana en Colombia, concluye que el matrimonio tiene una relevancia cada vez menor, pues tanto en América como en Europa entre el 15 % y el 38 % de las parejas viven en uniones de hecho.

Colombia arrojó el 35 % de parejas que conviven sin haberse casado. Esta es la segunda mayor cifra después de Perú, que encabeza la lista con un 38 %[5]. No son casos aislados: similares indicadores aparecen en Chile, Brasil, Argentina, Bolivia y México. Además, Colombia ocupa el primer lugar a nivel internacional con un 84 % de los nacimientos que se dan fuera del matrimonio. También, según este mismo estudio, en el Atlántico el 50 % de las madres son cabezas de hogar4. En Chile, el 73 % de las mujeres son sostén económico de la familia y el 73 % de los alumbramientos se producen al margen del matrimonio[6]. No hay datos recientes disponibles, por lo menos para la última década, de la situación en Venezuela. Estas cifras muestran la descomposición que hay en gran parte de las familias latinoamericanas y por ende, las consecuencias que traen el machismo y matriarcado que afectan las emociones, la moral, los aspectos psicológicos y económicos de los individuos que la conforman.

El machismo viola la justicia y la dignidad humana tanto del hombre como de la mujer, y al tratarlos desigualmente contradice la igualdad con que Dios los creó. Los hombres machistas terminan usando a las mujeres sin amarlas, mientras que ellas los soportan sin respetarlos. De esta manera, el matriarcado es una reacción malsana contra el machismo que contribuye a la toxicidad del hogar típico latinoamericano. Entonces, es muy importante que ambos, hombre y mujer, entiendan lo vital que es la sujeción y obediencia a Dios, de esta manera el matrimonio es exclusivo de por vida; y además, requiere una entrega total ya que es un pacto en el que ambos deben reconocer y vivir el amor incondicional que se niega así mismo, donde los consortes se someten el uno al otro, voluntariamente, la esposa en servicio a él, y el esposo que da su vida por ella.

El matrimonio, como un llamado de Dios, tiene un poder incalculable para transformar a los cónyuges y para reparar los daños que sufrieron en su niñez, incluso para compensar aquellos que causaron a sus propios hijos. Todos necesitamos de otras personas que nos muestren actitudes malsanas que no podemos ver, por lo cual es importante, en este caso, que sea el consorte quien lo haga, ya que conoce el alcance del problema, y de esta manera poder perdonarse y ayudarse mutuamente para la sanidad de la relación matrimonial. El escritor José L González, en su libro Machismo y Matriarcado, recomienda que se haga un inventario lo más sincero posible de las cosas que agradan y desagradan a cada uno procurando no acusarse, sino ayudando en el proceso de transformación propia y mutua; así como identificar las diferentes preferencias de cada uno para aumentar la concordancia y fortalecer la unidad. Es importante también recordar que los hombres y las mujeres hemos sido creados diferentes no solo en lo físico sino también en la manera de comunicarnos y procesar la información, por lo cual esta fase es una oportunidad para aprender a comunicar íntimamente, sin roces, sino con humildad, cada cual pidiendo y ofreciendo ayuda para crecer en Cristo.

Es preciso rescatar el valor fundamental y el diseño de cada uno, ya que el hombre es responsable del hogar, no solo en guardar fidelidad a su esposa sino también al proveer y brindar protección a ella. En este punto, es vital que la mujer denuncie el machismo, y que a la vez pueda reconocer si esta conducta la está reproduciendo en su propia familia, lo cual conlleva a realizar los correctivos necesarios. Dios nos invita a aplicar el poder de su pacto a nuestros matrimonios como paso importante para sanar nuestras familias, comunidades y naciones.

Por: Zorena Arévalo

[1] McClung, Floyd. (2013). El Corazón Paternal de Dios. (2ª ed.), Tyler. USA. Editorial JuCUM.

[2] González, José L. (2016). Machismo y Matriarcado. (5ª ed.), Virginia Beach, V.A.

Editorial Semillas del Reino para América Latina.

[3] Burtness, Bill. (2018). La Tercera Alternativa. Editorial Libertad.

[4] Mapa Mundial de la Familia. (2014, 12 de Diciembre). Colombia, segundo país con más uniones libres. El Heraldo. Sección Entretenimiento. Recuperado el 12 de Diciembre de 2014 de http:// www.elheraldo.co/tendencias/colombia-segundo-pais-con-mas-uniones-libres-177276.

[5] Mapa Mundial de la Familia. (2016, 24 de Abril). Colombia es el país donde nacen más niños fuera del matrimonio. Vanguardia. Recuperado el 24 de Abril de 2016 de https://www.vanguardia.com/colombia/colombia-es-el-pais-donde-nacen-mas-ninos-fuera-del-matrimonio-NDVL355910.

[6] Servicio de Registro Civil e Identificación de Chile. (2018).