El fracaso de la antigua democracia griega dejó al mundo sin deseos de volver a intentarlo. O al menos, no tan pronto. El experimento había durado dos siglos y, como advierte el Dr. César Vidal (1), no reaparecería hasta un milenio después. Exacto, ¡un milenio! En 1776, un grupo de colonos profundamente influenciados por su religión tomaba las armas para enfrentar a su madre, Inglaterra. La victoria inauguraba una nueva etapa para el mundo. Así surgía: la primera democracia moderna.
En la actualidad cuando se mira a Estados Unidos no es con la admiración propia de quien ha alcanzado el éxito, sino con recelo y desconfianza. El gobierno de Cuba aprovechó la excentricidad del presidente Donald Trump para calumniar su sistema electoral. Aprovechó el número de muertos por covid-19 para desacreditar su sistema de salud. Aprovechó las manifestaciones de Black Live Matter para enumerar los males sociales de la primera democracia moderna: desigualdad, racismo, pobreza; como si nuestros problemas fueran menores, como si fuéramos tan democráticos como para permitirnos criticar. Lo cierto es que, a pesar de que no confío en la prensa sesgada de mi país, hay otras voces con más credibilidad planteándose cuestiones similares. Los autores de Cómo mueren la democracias al introducir su libro confiesan que jamás pensaron formularse la pregunta: ¿Está la democracia estadounidense en peligro? No es muy difícil suponer la respuesta.
La crisis democrática, sin embargo, no involucra únicamente a los Estados Unidos. Basta con levantar la cabeza y mirar más allá de los altos muros de Occidente para percatarse de que la democracia, como dice el Dr. César Vidal, «ha sido la gran ausente del mundo islámico, del mundo budista, del mundo animista y del mundo católico hasta hace apenas unos años». La decepción de la Primavera Árabe y el éxito económico del Gigante Asiático deberían recordarnos que aunque la democracia fracase y la tiranía triunfe, y tome un milenio recuperarla, urge intentarlo porque, según Winston Churchil, «la democracia es el peor sistema diseñado por los hombres excepto los demás». Es, en otras palabras, moralmente preferible.
Ahora bien, teniendo en cuenta la fragilidad natural de este sistema, convendría preguntarse: ¿cómo fortalecer la democracia en un mundo cada vez más posmoderno?
Abordar esta cuestión sólo en términos políticos, ignorando la dimensión moral de los seres humanos, como usualmente se hace, constituye un fracaso seguro. Robert Talesse(2) propone otro enfoque para entender el complejo panorama que tenemos delante: «A falta de un conjunto compartido de compromisos morales, los ciudadanos democráticos no pueden resolver conflictos ni justificar decisiones colectivas vinculantes». El filósofo Jurgüen Habermas(3) con mayor profundidad explica que «con el paso al pluralismo cosmovisivo en las sociedades modernas se desmorona la religión y el ethos en ella enraizado como basamento de validez público de la moral compartida por todos».
En este orden de ideas, la democracia moderna debe ser fortalecida por medio de la aceptación y conservación de los valores judeo-cristianos, porque ellos dieron origen a la primera democracia moderna. Si escuchamos la voz de la historia, nuestra democracia lo agradecerá.
La Declaración de Independencia de los Estados Unidos expresa sin ambigüedad la relación entre política y moral; incluso no se avergüenza por emplear un lenguaje religioso. «Sostenemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales dotados por su Creador con ciertos Derechos inalienables entre estos se encuentran la Vida, la Libertad y la búsqueda de la felicidad».
John Adams, el segundo presidente de Estados Unidos, escribió en su diario: «Una gran ventaja de la religión cristiana es que trae el gran principio del derecho de la naturaleza y las naciones —ama a tu prójimo como a ti mismo y haz a otros lo que quisieras que otros te hagan— al ámbito del conocimiento, la creencia y la veneración del pueblo entero». Esto es lo que el historiador Paul Jonshon(4) denomina consenso protestante.
Todavía hay más: el escritor indio Dinesh d’ Souza(5) asegura que «los padres fundadores no buscaron aislar al gobierno central de la moral». No se proyectó una “pared de separación”. Al contrario, creían que la moralidad era indispensable para que su nueva forma de gobierno tuviera éxito. Y el francés Alexis de Todqueville es uno de los primeros en testificar a favor de la moralidad judeo-cristiana.
¿Qué sucedería en un país donde la mayoría de los ciudadanos dejara de creer en la moral, la libertad, la igualdad y la verdad? Acaso lo más democrático no sería que pudieran escoger un sistema conforme a su nueva moralidad. En el marco posmoderno Stephen R. C. Hicks(6) nos advierte: «aquellos conceptos aparecen siempre entre comillas, nuestras voces más estridentes nos dicen que la «verdad» es un mito. La «razón» es una construcción eurocéntrica del hombre blanco, la «igualdad» es una máscara de la opresión, y la «paz» y el «progreso» van acompañados con cínicos y agobiantes recordatorios de poder o con explícitos ataques ad hominem». Pues la democracia, tal y como la conocemos, dejaría de existir.
Si les parece exagerado mi planteamiento les propongo que veamos lo que el apóstol más lúcido de la postmodernidad y crítico del cristianismo escribió hace aproximadamente 136 años: «Otra idea que también tenemos incrustada por la herencia, en las carnes de la modernidad, tremendamente absurda: el concepto de la «igualdad de las almas ante Dios». En ella encontramos el prototipo de todas las teorías de la «igualdad derechos»». Resulta desconcertante que Frederich Nietzsche(7) admita la relación entre cristianismo e igualdad, aspectos fundamentales que los padres fundadores reconocen y sin los cuales la democracia no sería posible. Esto nos conduce a pensar que debajo toda estructura política hay un conjunto de valores que la sostienen; por tanto, remover los valores judeo-cristianos implica remover los fundamentos de la democracia moderna.
Prefiero el modo desafiante de Ben Shapiro(8): «Creemos que podemos rechazar los valores judeocristianos y la ley natural griega y satisfacernos con la intersección, o materialismo científico, o política progresiva, o gobernanza autoritaria, o solidaridad nacionalista. No podemos».
Lazaro Sandoval
Bibliografía:
Un mundo que cambia / Cesar Vidal
Moral, democracia y conflicto moral / Belen Barreiro
Inclusión del otro /Jurgen Habermas
Historia del cristianismo / Paul Jonshon
Lo grandioso del cristianismo / Dinesh d` Souza
Postmodernidad / Stephen R. C. Hincks
Voluntad de poder / Friedrich Nietzsche,
El lado correcto de la historia / Ben Shapiro