Luis es un colombiano, como muchos en el país, que junto a su esposa luchan por sostener su hogar bajo el cual se cobijan 5 niños de menos de 14 años. Viven en un rancho que alquilan a una mujer, que si bien es cierto no es la propietaria, les cobra 100 mil pesos al mes. El ambiente es deprimente como el de muchos barrios en Cartagena, invadidos por la miseria, basura, estructuras de tablas viejas, agua estancada, sin ley y orden. 

Luis trabajó como panadero en una panadería más o menos reconocida de la ciudad, le pagaban 25.000 pesos diarios por más de 12 horas de trabajo; abrumado por la explotación que allí sufría decidió iniciar su propio negocio para tener que cerrarlo, ya que quienes disfrutaban de sus modestos manjares no pagaban las cuentas. Ahora junto a su esposa, se dedican a vender bebidas refrescantes y alcohólicas a los turistas de la ciudad amurallada. Por lo menos allí les pagarán de contado y podrán regresar a casa con algo de dinero.

Iván es un inmigrante venezolano que trabaja como mototaxi en la ciudad. Lo conocí en la pandemia a través de su novia, con la que tiene una linda bebé. La moto no era de ellos, la alquilan diariamente al dueño por 25.000 pesos diarios sin gasolina. Iván tenía que esforzarse para levantar el dinero antes de las 5 de la tarde, horario en el que la moto se apagaba automáticamente, pues debía ser devuelta a esa hora. Sin importar que Iván hubiera logrado levantar el dinero en medio de una pandemia que había dejado pocos pasajeros y que tuviera muchas veces que sacar de su propio bolsillo, el alquiler demandado debía pagarse. Si hacemos los cálculos, descubriremos que en 6 meses el dueño podría comprarse una nueva moto, patrocinada por Iván, quien seguirá ganando lo mismo y sin ninguna propiedad. 

Hace unos meses estaba conversando con un amigo que trabaja para una entidad de la alcaldía. Su programa es el encargado de subsidiar a algunos trabajadores informales que se verán perjudicados por la construcción de obras públicas en una zona turística. Me contaba que tuvieron que crear una estrategia de comunicación para informar a los trabajadores informales que el formulario de inscripción para recibir el subsidio era gratuito, pues sus líderes sindicales los estaban vendiendo a 3.000 pesos. Imagínese, eran robados por aquellos que dicen defender sus derechos. 

Conocí a una mujer que pedía dinero en la esquina de mi casa. Una vez la socorrimos con ayuda económica puesto que su hijo menor había sufrido un accidente. Días después nos enteramos que estaba embarazada de un hombre casado que no estaba dispuesto a reconocer a la criatura. Su tercer hijo venía en camino, su presente se oscureció un poco más, ahora tenía una boca más que alimentar. 

Durante los tiempos electorales, tuve una conversación muy intensa con uno de los seguidores del “cambio” que no podía comprender que alguien no pensará como él. Hablamos sobre el diagnóstico que dentro de nuestras limitaciones creíamos eran las raíces del problema socio económico que afronta el país. Cuando en mi tesis afirmé que el componente moral era esencial en el desarrollo de un país, mi contraparte me respondió que los “moralismos” no tenían lugar en la discusión.

Me sorprendió mucho su respuesta, la profecía de Dostoievski se había cumplido:  “Las edades pasarán y la humanidad proclamará por boca de sus sabios que no hay crimen y por lo tanto, no hay pecado, solo hambre”

¿Ignoramos acaso que el progreso económico y social de un país está directamente relacionado a una cultura moral? ¿No es acaso la confianza la que gesta acuerdos indelebles? ¿El temor a Dios no es pues la razón que me lleva abrir la manos al menesteroso y procurar su bienestar?.

Las historias anteriores son un reflejo de que la moral de los ciudadanos es esencial para el progreso integral. Una comunidad de personas virtuosas es un campo fértil en el que solo el pusilánime no podrá florecer. 

Justificamos el vandalismo y la vida viciosa en la falta de recursos y educación, pero es a nuestros gobernantes con altos niveles de educación y opulencia económica a quienes acusamos de todos nuestros males. Pero, claro, siempre es más fácil ignorar la viga en el ojo del pueblo, que se autopercibe bueno e inocente ¿nos habremos quedado ciegos?

Y es que ni el contrato social más generoso podría gestar virtud en sus gobernados, pues su causal, como lo escribe Chesterton afirmando la coherencia de la revelación Bíblica sobre los reduccionismos materialistas, tiene su origen no en el ambiente sino en el corazón del ser humano. Es esta la razón por la que la “revolución” que Jesucristo orquestó ha sido exitosa y duradera al punto de gestar la civilización occiental, la más próspera en libertad y sostenibilidad que jamás haya existido.

Los fundadores de Estados Unidos lo tenían muy claro. Veamos lo que John Adams, uno de los padres de la nación estadounidense, confesó:  “Nuestro gobierno no cuenta con ningún poder capaz de contener las pasiones humanas que se desatan cuando faltan moral y religión. La avaricia, la ambición, la venganza y la vanidad pueden romper lazos de nuestra sociedad y anular nuestra Constitución, que fue hecha para un pueblo moral y  de fe, no para cualquier otro colectivo en el que sus reglas serían inadecuadas”. Consecuentemente, George Washington escribiría que “la noción de la felicidad humana y la obligación moral están inseparablemente conectadas, me lleva siempre a promover lo primero a base de inculcar la práctica de lo segundo”.

Jesús fue tentado por el diablo después de un ayuno de 40 días. Sufriendo en su carne la falta de alimento, el enemigo le propone usar su poder para convertir las piedras en pan y así terminar con su agonía. Pero Jesús le responde que “no solo de pan vivirá el hombre si no de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Jesús no solo destruye la asunción de que la solvencia de necesidades físicas es loable sin importar el costo moral, sino que describe cómo fue creada nuestra realidad. El bienestar del ser humano no depende únicamente de cuantas veces come carne al día o cuánto carga en su bolsillo, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios, aquellos absolutos morales que Él ha prescrito para que podamos vivir en armonía y libertad. 

“El cambio empieza por mí”, parece ser una frase de cajón, pero realmente referencia una verdad que, aunque molesta, no podremos eludir. Y no digo que los cambios colectivos no son importantes y más cuando de proteger la vida, la libertad y la propiedad se trata, sin embargo, si los predicadores del cambio y sus fieles seguidores siguen ignorando el componente moral, menospreciando la labor de la familia y la iglesia, terminaremos con un gobierno totalitario que no creerá en derechos para nadie, excepto para el estado (Truman.1950).


Por Perla Murillo