La primera vez que viajé al exterior fue en el año 2012 durante el verano del hemisferio norte. Eran las vacaciones de la universidad y solo tenía un mes para conocer el exótico país de Georgia, ubicado en Eurasia. ¿Qué me llevó hasta allá? No será posible explicarlo ahora, puesto que la razón principal por la que me he propuesto escribir estas líneas ha sido una creciente inquietud e inconformidad que he cargado por años, y que empezó allí, en esa nación.

La primera impresión que recibí del país fue a través de sus templos. Supe entonces que en la nación se profesaba el cristianismo ortodoxo y que aquellos edificios eran la arquitectura típica de sus iglesias, el bien conocido estilo bizantino de la temprana época medieval. Tuve el privilegio de ir al templo más antiguo de aquel territorio, el Monasterio Jvari, se dice que fue construido entre los años 590 y 605 DC. Casi 1400 años de antigüedad y aún estaba allí, erguido y firme, hecho de piedras, edificado con cuatro ábsides, cuatro nichos y cubierta con cúpula tetraconcha, cuyo objetivo específico era representar la bóveda celestial, además de servir de techo. También se encontraba adornado con esculturas en relieve, candelabros colgantes y de piso, y pinturas de personajes históricos. Era rústico, pero hermoso; cumplía bien su propósito de elevar a sus espectadores a la morada del ser divino.

En el siglo VI no existía la tecnología y la facilidad de material de construcción que tenemos en nuestra era moderna; sin embargo, evidentemente lograron levantar edificaciones que hasta el día de hoy se preservan, y que han cautivado y deleitado a millares de viajeros. Ellos llegan para disfrutar la revelación de la cosmovisión y los intereses de tan creativos arquitectos.

Allí mismo en Georgia, podías observar el contraste con las épocas más recientes y su manera de edificar las ciudades. El ejemplo más chocante fue unos edificios que parecían cajas, cuadrados y sin otras formas, grises y lúgubres, que parecían que estaban a punto de derrumbarse. Aquellos habían sido construidos durante el tiempo soviético, no tenían más de 80 años. Eran residenciales, hechos por la mera practicidad y utilidad, para funcionar y nada más, sin belleza, sin estética. Y esto mismo se reproducía en Armenia y Rusia, países que visité años más tarde.

Imagen tomada de Pixabay

 Para el mundial de fútbol del 2018 tuve la oportunidad de estar en Rusia. Visité varias ciudades y el patrón se repetía. Las edificaciones de las edades pasadas eran majestuosas, llenas de arte, esculturas, pinturas, vitrales, grabados, diseño, detalles en lo más mínimo. ¡Extasiantes a la vista! En Rusia: la Plaza Roja, el Kremlin y la exuberante Catedral de San Basilio, famosa por sus cúpulas en forma de bulbo y fachada colorida. ¿Y cómo olvidar San Petersburgo? Todos los edificios eran una obra de arte, palacios y catedrales a lado y lado en las calles. El estilo adoptado al fundar dicha ciudad fue el barroco petrino, en honor a Pedro el Grande, quien la había establecido como nueva capital de Rusia; su insignia arquitectónica consistía en ser edificios eclécticos . Luego, tenías el gran opuesto de la época Soviética: edificios sin arte, grises, aunque estaban terminados su apariencia era como si hubieran sido construidos a medias.  Una de las pocas cosas hermosas que durante esa época se construyó fue el famoso metro de Moscú, ricamente diseñado y adornado para que fuera un palacio asequible al proletariado. El resto de edificaciones construidas durante los años del comunismo poseían esa misma filosofía del utilitarismo, uniformidad, e igualdad que se veía reflejado en aquellas torres elevadas con la misma forma y diseño, sin diferenciación, ni creatividad o diversidad, tétricas y hasta siniestras. Y ahora se le sumaba el estilo arquitectónico contemporáneo, que en Moscú, eran torres en diversas formas geométricas forradas en vidrio.  

Ojalá hubiera sido un fenómeno que solo observé en Eurasia, lastimosamente lo experimenté en otras partes del mundo. Europa Central no fue la excepción, construcciones de la edad media aún preservadas, hermosas a todos los sentidos. Las catedrales se convirtieron, entonces, en mi obsesión. Y los edificios modernos ya no me causaban ninguna sensación, con poca gracia, desabridos, solo; cemento y vidrio, que por mucho; se formaban con dos figuras geométricas para armonizar. ¿Qué fue lo que sucedió?¿Por qué abandonaron la belleza? 

Cuando digo que la arquitectura moderna ha abandonado la belleza no estoy exagerando. El erudito e historiador Ernst Robert Curtius sugirió sobre las artes plásticas que el hombre moderno  tiende a sobreestimar las artes plásticas porque ha perdido el sentido de belleza inteligible que tenían el neoplatonismo y la Edad Media. En otras palabras, la arquitectura moderna siguió usando el concepto, pero con otro significado. Uno de los responsables de dicho cambio fue Louis Sullivan, quien entendía la belleza como un subproducto de la funcionalidad. Para él, así como para sus sucesores, “la forma sigue a la función”. Así surgió el protoracionalismo en la arquitectura. Los medievales, por el contrario, además de no aceptar distinción alguna entre utilidad y belleza, tal como sugiere Humberto Eco; vieron la belleza como un atributo de la divinidad. De modo que para los racionalistas la belleza dependía de su funcionalidad; y para los medievales era instrumento para conectar con Dios. Eso en parte explica por qué unos construían rascacielos y otros catedrales.

Del nuevo mundo tomaré el ejemplo de Cartagena, Colombia mi lugar de residencia. Es una de las ciudades más turísticas, la ciudad amurallada es emblemática, junto con el Castillo San Felipe y las catedrales. Por supuesto, su historia tiene todos los matices. Pero, ¿cómo pasar por alto la calidad de los edificios construidos durante la colonia, construidos con material autóctono; pero con ingenio y cultura europea? ¿Cuál era la visión de aquellos arquitectos? Pudieron erigir casas, iglesias, alcaldías, colegios, bibliotecas y mucho más, aún funcionales hasta el día de hoy. Además, lo que considero más importante, que no solo eran útiles para la ciudadanía, sino que eran bellos, eran obras de arte para contemplar.

Cuando miras las edificaciones modernas, las construidas en este milenio, lejos están de ostentar la hermosura y calidad de las del pasado. Cartagena está llena de edificios altos y blancos, cuadrados, llenos de vidrios y metal, sin formas icónicas, ni tallados, ni esculturas o grabados. Edificios que se deterioran con facilidad, efímeros, que muy difícilmente pasarán la prueba de los 100 años.

De una clase muy básica de historia sabemos que la humanidad del Medioevo tenía como modelo mental del mundo que el Creador era el centro de todo. Esto naturalmente permeaba la cultura y por ende las artes. El hombre medieval quería reflejar la divinidad, eternidad y hermosura del creador en sus obras. Por esto los arquitectos de este periodo se esmeraban por hacer de las iglesias una pieza maestra, perdurable por las edades; ya que la visión de la eternidad era fácilmente entendible en la mente de dichos hombres. Bajo este tipo de pensamiento aquello que se construyera debía tener la mejor calidad, el mejor diseño que soportase la erosión del tiempo y que además estuviera colmado de armonía, belleza y majestad. Este propósito no solo era para los edificios religiosos, cualquier otra construcción se veía beneficiada por la visión del mundo que sus edificadores tenían.

Cuando miro las edificaciones modernas solo puedo preguntar ¿En qué piensan los arquitectos de hoy? ¿Acaso no se dan cuenta lo que sus obras reflejan?  No provocan admiración y contemplación por lo bello, como dijo Roger Scruton: perder la belleza es peligroso, pues con ella perdemos el sentido de la vida. y es que no estamos hablando de un capricho subjetivo, sino de una necesidad universal de los seres humanos. Sin ella, la vida es ciertamente un desierto espiritual. 

 

Por: Alejandra Martinez