Ya parece una costumbre enraizada entre los ‘padres de nuestra patria’. Con las bombas parecieran explotar también las palabras y, como derivación inmediata de estas últimas, el odio. Divagaciones de un sábado confuso.


Los recientes atentados ocurridos en el Centro Comercial Andino, en Bogotá, dejan en evidencia un problema que muchos no quieren ver: el miedo y la ira como elementos primordiales de la política en Colombia. También del odio y de la división.

Varios elementos se cruzan dentro de este cóctel explosivo y para nada conveniente. De un lado están las historias que, a través de mitos y realidades, nos han representado y configurado como humanos en el tiempo. De la mano de ellas, renaciente pero no tan nuevo como quieren que lo creamos, ha aparecido en los últimos años el discurso del Storytelling, una forma de narración que potencia las emociones para enraizarse en esa parte del cerebro que, según los estudiosos, se guarda en secreto lo inolvidable.

Esos ingredientes, que parecieran más el foco de un discurso o de una conferencia, se han convertido, lo queramos o no, en la estrategia política preferida por nuestros gobernantes y sus seguidores, tanto de izquierda o de derecha, como de centro y de otras formas inventadas de “ejercer el poder”, a la hora de convencernos.

Las historias se configuran en lo que quieren que creamos y, como parte de esas emociones que quieren hacernos ver, aparecen el miedo y la ira como los elementos fundamentales de un discurso que si bien nos dirige a las urnas, también nos conduce al abismo del odio.

Pareciera inocente, pero, lo más grave de esta temible combinación es que funciona. Jonah Berger es un profesor estadounidense que, entre muchos estudios del marketing y de la influencia, ha ahondado en el discurso de las emociones a la hora de vender ya sea un producto, un servicio o una idea. En uno de sus libros, Contagious – que si pueden leerlo vale la pena -, identifica cinco emociones básicas en nuestras formas de comunicación. Lo más significativo de este estudio, en el que se analizaron más de 7 mil artículos del diario The New York Times, es se expone la emoción acompañada del verbo, es decir, de la acción que termina generando en nosotros, los que nos hacemos llamar con tanta pretensión humanos.

Esas emociones son: felicidad, tristeza, miedo, ira y sorpresa. Ahora, para ser más enfática y no atreverme a hacer un vago resumen ejecutivo del libro, les contaré de las acciones que generan las dos reinas de este post: miedo e ira.

Según Berger, insistiendo en una reacción de protección de la cual también nos ha hablado la biología, el miedo “nos empuja a aferrarnos, a luchar o a huir”. Por su parte, la ira “nos hace más tercos”, hace que nos enraicemos en nuestras opiniones.

Juntas, en la gran mayoría de las ocasiones, las emociones del miedo y de la ira, también parecieran conducirnos a la ceguera y a la separación, aniquilando nuestra propia capacidad crítica y borrando de nuestros ojos, incluso, el amor por quienes llamamos familia y amigos. Historias abundan en las cafeterías, los días y la cotidianidad.

Ya presos de este juego, ¿qué mejor escenario para difundir el miedo y la ira que un atentado? Así, con el plato servido, esa tarde del sábado 17 de junio, con la tragedia también llegaron los oportunistas. Algunos le jugaron al odio y otros a la esperanza. Ambos frentes le jugaron a los votos y la posibilidad de seguirse eligiendo; no obstante, aquellos que en nombre de la paz y el dolor ajeno usaron el miedo y la ira para posicionar su nombre – o el de su líder – en medio del sufrimiento, no merecen más que desprecio y, si fuera un ideal, una gran revolución. Aquella que se acerque al amor entre nosotros, los de a pie, los que nos tenemos que levantar a trabajar para vivir y que a diario caemos en el juego político de pelearnos, separarnos y hasta dejarnos de hablar por la megalomanía de otros.

¡Presos! Eso somos, esclavos de la manipulación de los poderosos. No importa su bando.  

Con más dolor aún pudieron observarse las reacciones. Odio combatido con odio, una suma, donde, contrario a lo que la matemática nos ha enseñado, menos por menos, jamás dará más.

Todo en nombre de la “libertad de expresión”, idea tan confusa como la libertad misma.

“Ellos son libres de opinar, así como vos sos libre de contradecir”, me dijo una amiga cercana, abriendo un debate interminable entre la libertad de expresión y la protección de otros derechos, no menos fundamentales, como el derecho a vivir sin miedo o intimidación, el derecho a la información digna y a la dignidad misma, a la igualdad social y otros tantos derechos que, en nombre de los mártires de la libertad de expresión, estamos dispuestos a violentar, a cada segundo, en cada tuit, en cada explosión de ira y de miedo.

A mi amiga, de quien por amor no diré su nombre, porque sé que como ella muchos más señalan “la libertad de expresión” como la razón fundamental para escribir lo que escriben, solo le diré que la experiencia histórica es clara. En nombre de la libertad de expresión a la hora de difundir ideas y mensajes racistas, por ejemplo, se desencadenó un Holocausto. En nombre de la libertad de expresión, hemos conocido el racismo, la xenofobia, la violencia contra la mujer. En nombre de la libertad de expresión, hemos conocido el crimen.

¿Qué hacer entonces? Quisiera ser yo quien tenga una respuesta definitiva, pero no es así, control, sería mi humana sugerencia, más la presunción de una ética propia, individual, una ética que nos lleve a comprender que el discurso del odio está en todas partes y que cada uno de nosotros es un potencial difusor.

No obstante, hacerle frente a este problema nos llevará mucho más tiempo de discusión, e incluso, en democracias como la nuestra, donde no existe un respeto por la sociedad civil, algo de reglamentación. Europa ya lo ha hecho, ¿por qué no podríamos hacerlo nosotros?

El discurso del odio, o ‘Hate Speech’, no busca otra cosa que degradar, intimidar, promover prejuicios o incitar a la violencia contra los individuos por motivos de su origen, raza, género, edad, nacionalidad, etnia, orientación sexual, religión, apariencia, identidad de género, capacidad mental, apariencia y muchos otros elementos.

El discurso del odio puede ser difundido de muchas maneras y no solo se configura en la palabra escrita, vuela en los mensajes visuales, los audios, internet, las aplicaciones y las redes sociales. No solo se expresa, también se difunde. No solo lo expresan los políticos, también nosotros con nuestras acciones, ¿queremos seguir siendo parte de este juego?