Por siglos las mujeres sacrificaron muchas cosas agachando la cabeza ante la dominación masculina; y por supuesto, una de ellas fue su derecho al placer.
Cuentan los relatos sobre épocas pasadas que para el hombre, una mujer era básicamente un objeto de placer y un medio de reproducción. Algo así como una muñeca inflable; pero además de no exigir nada como la muñeca, la mujer sí podía “darle hijos” a su pareja. Incluso había una piyama femenina enteriza que tenía un huequito estratégicamente ubicado para que el hombre hiciera lo suyo. Directo al punto (y no precisamente al “G”).
Era la misma época en la que las mujeres no debían leer, mirar a los ojos a los hombres, exhibir medio centímetro de piel, votar, ni opinar (a no ser que fuera sobre cocina). Para ellas su arreglo personal debió ser toda una tortura; porque si se arreglaban con esmero podían ser calificadas de indecentes; pero si no lo hacían, no les estaban rindiendo suficiente pleitesía a sus maridos.
Hoy en día también es una tortura pero por cosas como que al mirar el closet no encuentran nada qué ponerse entre sus 1568 combinaciones posibles, o porque se subieron una talla con tanta lechona en diciembre; y claro, también porque aún se les siguen dando calificativos despreciativos con base en lo que se pongan encima.
Las mujeres eran formadas con el único objetivo de casarse y tener hijos. Para eso existían. Incluso la que no lograra esas dos cosas era considerada una fracasada y la sociedad se refería a ella despectivamente como solterona o diciendo que se quedó “para vestir santos”. Si llegaban a los “veintipico” sin casase “las había dejado el tren”.
Todo esto hacía que, por supuesto, los hombres no se preocuparan por el placer sexual de las mujeres. Probablemente la mayoría de los hombres de esa época pensaban que ellas ni siquiera podrían sentirlo o que sencillamente no tenían el derecho.
Pero algún día, de alguna manera, ellas descubrieron que tenían las mismas capacidades de los hombres (y en algunos aspectos más), y le pusieron la cara al mundo; se liberaron de su opresor.
Decidieron que si entraban a la cocina era porque les gustaba y no porque fuese su única ocupación posible, y mucho menos porque se insinuara que fuera una labor degradante.
Lo más irónico es que, entonces, los hombres dejamos de oler a rila de gallina y pudimos por fin entrar a la cocina, con lo cual dejó de ser un OFICIO de mujeres y se convirtió en PROFESIÓN. Por eso actualmente se ven más chefs hombres. Otra muestra de los rastros del machismo salvaje que todavía nos acompaña.
Al abrir por fin los ojos, ellas se dieron cuenta de que casarse y tener hijos eran opciones, no obligaciones. Notaron que la plenitud y la felicidad las podían encontrar junto a una pareja o teniendo hijos, pero que no era la única vía y que en cualquier caso lo de los hijos debería ser una decisión consensuada con la pareja, no una orden del marido o el producto de una presión social. Descubrieron su cuerpo (de descubrir y de des-cubrir).
Notaron que no solo podían brindar placer, sino también sentirlo y pusieron en alerta a los escritores porque las letras eróticas que siempre habían existido, ahora no serían consideradas ocultas o satánicas.
Ese destape hizo que las editoriales crearan enciclopedias para que tanto hombres como mujeres tratáramos de empezar a entender los misterios físicos y emocionales femeninos. Ya hoy los hombres hemos avanzado bastante, como en un 0,001%.
En ese marco también empezamos a ver más piel femenina en el cine, la tele, las revistas, las vallas y los periódicos. Y el destape de piel llevó a otro extremo el concepto machista de feminidad; la mujer pasó de ser un objeto sexual de propiedad privada, a ser un objeto sexual de dominio público, porque ahora muchas de ellas compiten por ser la más sexi. Pero eso es tema para otra ocasión.
El comercio aprovechó también para sacar su tajada porque no hay aspecto social alguno en el que no se presente por algún lado don dinero. Así pues, surgieron a la venta todo tipo de juguetes y la mayoría pensados para el placer de ellas; preservativos que las estimulan, pastillas para que no les fallemos, lubricantes que les ayudan, feromonas para despertar su instinto íntimo, copias de miembros masculinos en todos los tamaños, materiales, colores y sabores; con vibración y hasta de doble punta en forma de C.
Las revistas y periódicos no se quedaron atrás y hoy vemos decenas de artículos dedicados a entender el clítoris (o por lo menos a medio indicar dónde es que está); artículos sobre cómo darles a ellas un masaje erótico, cómo pre calentar y calentar, porque si no se hace bien pasa lo mismo que con una torta (que si no se pre calentó el horno, se desinfla a mitad del proceso), nos dan luces sobre la existencia o no del misterioso punto G; nos explican de qué forma, a qué ritmo y en qué parte besarlas para que se sientan bien; nos dicen hasta qué tipo de palabras les gusta escuchar antes, durante y después. Ah sí señores, porque el después ahora tampoco es nuestro para una siesta o un cigarrillo (los que todavía fuman); ahora esos artículos nos dicen que el después es para hablarles, consentirlas y seguirlas atendiendo.
Ahora nuestra medida social de hombría no es como hace siglos, que se calculaba con “hombriómetros”, como el número de propiedades, de esclavos, de caballos, la habilidad con la escopeta y con los puños para romper narices; así como la maestría para dominar a SU mujer a la fuerza.
Aunque la hombría no debería tener cálculo, ahora gracias a la revolución femenina nos siguen midiendo pero por el tamaño, la duración, el empuje y la técnica; (y no precisamente del carro).
Cuando en una pareja heterosexual está presente un hombre que haya leído sobre el tema, a veces ya de manera instintiva, todo lo sexual gira en torno a la satisfacción de la mujer; al punto tal que ya existen clínicas especializadas en atender y solucionar nuestros temores de no tenerlo adecuadamente grande, de que no funcione plenamente, de no durar el tiempo suficiente para ella, de no conocer las técnicas óptimas para cada etapa, o simplemente de que a nuestro amigo le dé por no funcionar.
Los hombres de ahora estamos llevando a hombros la carga de los errores exorbitantes de los hombres del pasado al no reconocerles a ellas sus derechos; entre ellos el de sentir placer. Nos han limitado en alguna medida la pasión al ponernos a PENSAR el sexo para que resulte agradable para ellas y apenas suficiente para nuestro ego de macho.
Las mujeres evolucionaron pero los hombres nos estancamos porque nuestros antepasados no pensaban en el orgasmo femenino ni en el propio sino en “concretar el acto cuando sentían la necesidad y punto”; y actualmente hay muchos que lo hacen de la misma forma, y otros que de pronto de tanto pensar en técnicas nos olvidamos a veces de nuestro propio placer.
Por eso pienso que ese tal orgasmo masculino no existe, pero el de ellas sí y se lo merecen.
Doctora Flavia salve usted la patria porque la matria ya se está salvando sola.