Leyendo un periódico de ayer encontré una noticia que gracias a un vestigio de sensatez pasó desapercibida. Habían eliminado definitivamente la plancha del set del célebre juego de mesa Monopoly. Y debo confesar que recibí con nostalgia el anuncio pues sin ser ni groupie, ni gamer, ni pertenecer a absurdos grupos de fans en las redes sociales, la primicia me trajo gratos recuerdos. Pues para mi época universitaria, con la plancha como insignia había conseguido ganar muchas partidas, llevando a mis compañeros a la completa bancarrota mientras jugábamos al capitalismo salvaje. Gracias a este magnífico pasatiempo, pude sortear los avatares de una compleja carrera de derecho en la inhóspita capital. Creo además en el altísimo valor que encierra este juego que va más allá de un pedazo de cartón y unas fichas de estaño. Cuenta la leyenda que durante la Segunda Guerra Mundial se enviaban ediciones especiales a los prisioneros de guerra que en su interior contenían dinero real y planos secretos detrás del tablero para escapar de los campos de guerra. Asimimo, ¿Cuántas familias se habrán salvado de la incomunicación cuando reunidos alrededor de este juego por fin lograron compartir con el único pretexto de jugar? ¿Cuántas peleas habrá provocado? ¿Cuántas reconciliaciones? Son muchos los recuerdos que se van al traste con los resultados de la encuesta en la que miles de internautas aficionados al Monopoly votaron por la desaparición de mi ficha predilecta.
No obstante, nosotros mismos en esa época no nos ceñíamos a las reglas tradicionales del juego. Y con esto no quiero decir que hacía trampa pues como pueden testificar mis contertulios, muchas veces tuve el honor de ser el banco, dignidad que sólo se reservaba al más probo de los contrincantes. Sencillamente, tal vez porque lo considerábamos lo más normal en un mercado como el de Colombia, introdujimos la triste figura del secuestro como variable imprescindible en el juego. Así, cada vez que una persona coincidía en la misma casilla que la otra, quedaba secuestrada y debía tirar los dados tres veces para poder ser liberado o debía entregar una vacuna de la mitad de su patrimonio líquido para recuperar su turno.

A pesar de que esta práctica es tan antigua como el famoso secuestro de la bella Elena que desató la guerra de Troya, no creo que cuando aquel ingenioso desempleado gringo que durante la Gran Depresión de los años treinta patentó la primera versión del juego, se le pasó por la cabeza la perversa norma que podía poner en jaque el éxito de los jugadores. Pues si bien para muchos países esto puede ser una práctica ajena y exótica, tristemente en Colombia nos ha tocado crecer con la familiaridad de este flagelo.

Sin embargo, hoy que veo en retrospectiva la arbitraria colombianización que le hacíamos al juego, me aterro de la manera tan natural con la que tuvimos que vivir con el secuestro y solo puedo añorar que cuando mi hijo arroje los dados en la versión original que en el cuarto de San Alejo celosamente conserva la plancha, no se le pase ni remotamente por la mente que se puede jugar Monopoly con la regla del secuestro.

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