Existe una tendencia en redes sociales como Instagram y Facebook de personas que con una  inusitada vanidad saturan el espacio con fotos de sí mismos. Esta práctica ególatra es común en todo el mundo y la naturalidad con la que la gente se mira en el espejo hasta 100 veces al día hoy esta migrando al espectro digital. Si examinamos las fotos que cuelgan sobre todo los jóvenes en este tipo de espacios encontraremos repetida la lacónica imagen del yo tomándole la foto al propio yo.

Puede que esta inofensiva práctica esté difuminando la realidad dejando en una desventaja apabullante a la esencia sobre la apariencia. Pues con las herramientas de edición que se encuentran a la mano, ya es posible engañar hasta el más esnob de los espejos. (Afortunadamente los griegos no habían inventado la edición cuando Narciso se enamoró de su propia imagen reflejada en una fuente). Pero si el  genérico photoshop ya es el botox del botox ¿hásta cuantos estadios más de decadencia debemos trascender para terminar de desfigurar la imagen en nuestra búsqueda desesperada de aprobación? No en vano John Milton quien encarna magistralmente al mismísimo demonio en una escena de la película El Abogado del Diablo confiesa que la vanidad es su pecado favorito.

Si antes era posible enamorarse virtualmente sin tener ninguna especie de contacto físico, hoy el contacto virtual es cada vez menos fidedigno. Penetrar el maquillaje de los espejos del alma es cada vez una tarea más difícil. La conquista pasó de ser un intercambio de palabras presencial a  un intercambio cibernético de retratos cosméticos. Falso resplandor que estrangula a la fotografía como arte y revela la idiosincrasia de un vecindario universal que le gusta es que lo vean.

Sepultados por el carácter instantáneo quedaron los tiempos en los que había que hacer de tripas corazón mientras se revelaban las fotos para ver cuales habían salido decentes. Atrás quedó la mística impregnada en ese lapso de tiempo que transcurría entre el momento en que se hacía el click y el que se apreciaba la foto en el álbum.  Pero no todo es desilusión: los pesos que se perdían en torpes fotografías al piso reveladas solo hasta la instancia del misterioso cuarto rojo, hoy desaparecen sin el más mínimo rubor al presionar el botón del minúsculo cesto de la basura.

Reconocer a las personas de carne y hueso que nos topamos en el supermercado puede llegar a ser cada vez una empresa más compleja. Pero si miramos con cautela, pronto entenderemos que el plato más provocativo que pintan en el menú no siempre es el mejor.

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