El Cabo de la Vela es, para los wayúu, el lugar al que las almas de los muertos van a descansar. Nosotros, de cierta manera, ibamos a descansar; pero no estabamos muertos.
Uno de los lugares que se visitan cuando se va al Cabo de la Vela es el Faro. Está a dos horas de los ranchos, por eso es mejor ir temprano. Hay que llevar comida y mucha agua. Se puede ir sin zapatos, pisando las conchas mientras se aprecian los veleros en el mar, o tomando fotos. Por el camino encontramos una cruz gigante que apunta hacia algún lugar en el mar. Es la señal de que se está llegando. Cuando se pasan los cactus, los erizos de colores y las tortugas monstruosas, se llega al Faro. Allí se puede lograr una de las mejores vistas del recorrido.
Para ir al Pilón de Azúcar hay que caminar demasiado y por mucha agua que se lleve nunca se va a ser precavido. Nosotros, que somos más listos que los chilenos que tomaron la vía habitual, nos metimos por el desierto para cortar camino. Chilenos pelotudos. Pero nuestro atajo se fue tornando cada vez más húmedo. Admitimos que corríamos peligro cuando comenzamos a hundirnos en el camino: intentaron comernos unos cangrejos gigantes y dos reptiles de colores nos persiguieron hasta el final. Después de dos horas logramos salir; embarrados hasta la frente; pero vivos.
En el Cabo de la Vela podrá haber muchas cosas, pero no un cajero electrónico. Había que ir hasta Uribia por un cajero, pues nos habíamos quedado sin efectivo. El viaje del Cabo a Uribia, en carro particular, vale quince mil pesos, se saca en doce, y dura tres horas, aproximadamente. Tenía que ir uno de los cuatro por plata. Pero quién. Entonces fuimos los cuatro. Decidimos abandonar el Cabo, e ir a un sitio llamado Taganga. Por el nombre nos pareció que debía ser un lugar alegre. Pasamos esa noche en el Cabo y al otro día, a las nueve de la mañana, salimos en una camioneta con destino a Uribia.
Uribia está ubicado en la parte Nororiental de la Guajira, entre los límites con Venezuela y el Mar Caribe. Es la puerta de entrada al Cabo de la Vela y se llega por Maicao o por Riohacha. Allí sacamos dinero del cajero, almorzamos y, después de tomar un par de fotos, abordamos un carro con destino a Maicao.
En Maicao nos embarcamos en un Copetrán y llegamos a Santa Marta, a las 5 de la tarde. Allí tomamos un taxi que nos llevó por diez mil pesos hasta Taganga; un pueblo de pescadores que está a diez minutos de la ciudad. El taxista nos habló de un parqueadero donde se hospedan los hippies que van a Taganga. Le pedimos que nos dejara donde deja habitualmente a la gente normal.
Como estaba anocheciendo, armamos las carpas en la playa y nos acostamos a pensar. Taganga era mucho más de lo que suponíamos. La playa es pequeña y está rodeada de kioscos, donde se puede comer o beber algo durante el día o la noche. En la tarde unas doscientas canoas, pequeños barcos y lanchas de pesadores, se ubican en el extremo oriental de la playa. Es como el patio de la casa de un narco, dijo Álvaro.
Preparábamos unos sándwiches enormes, cuando, como siempre que uno trata de pasarla bien, llegó un policía. Que debíamos levantar las carpas y buscar un hotel porque, según él, estaba prohibido acampar en este lugar. Nos miramos todos al tiempo. Era un policía, al fin y al cabo. Dijimos que después de comer levantaríamos el campamento.
Entonces nos encontramos a un par de músicos de la UIS: al increible Hernán y al supergenial Antonio. Andaban siempre juntos, como Pinki y Cerebro, y negociaban la idea de quedarse en Taganga y morir allí, de viejos, por allá en el 2053. Ellos acamparon la noche anterior y nadie les había dicho nada. Pero esta noche sí, después de decirnos a nosotros, el policía fue a la carpa de ellos y les dijo lo mismo; que tenían que levantar el campamento. Así que decidimos que no nos íbamos a ir. Ni mierda. Los músicos armaron su carpa al lado de la nuestra, destapamos un vino y brindamos por los animales prehistóricos. Antes de terminar el vino, a nuestro alrededor, había unas 25 carpas y muchos de los ocupantes habían logrado hacer una fogata.
Al otro día nos hospedamos en una vivienda, no por lo de la policía, sino porque no queríamos seguir andando de un lado a otro con las maletas en la espalda. Una señora extraña, una asesina de televisión, nos alquiló un kiosco en el patio de su casa por sesenta mil pesos. Esa noche estuvimos bebiendo con los músicos y con un grupo de extranjeros que Álvaro conoció; un chileno, una francesa, un alemán y tres españolas.
El viernes fuimos a ver el atardecer desde un mirador público de Taganga. Llevamos, además de la cámara, unos sándwiches envueltos en papel y dos botellas de agua. Subimos la montaña en veinte minutos y antes de ingresar al mirador nos requisó un policía. Los policías son torpes y por eso éste, mientras nos requisaba, sacó los sándwiches de la mochila y los derramó accidentalmente en la arena. Se excusó diciendo que había gente que estaba entrando con marihuana… Pasamos de largo y simplemente tomamos fotos…
Al bajar del mirador nos quedamos viendo un circo de argentinos que tenía embrujados a unas 150 personas. Más tarde vimos una hippie haciendo dibujos en el suelo y a una flaca que cantaba como Beth Gibbons. También vimos a Rolando Sánchez, a una morena de ojos orientales haciendo malabares con objetos luminosos y a un rasta hacer cincuenta mil cosas arriesgadas con fuego. Esa noche estuvimos en una casa gigante donde se puede beber en un mirador como el que hay en mi casa. También, si se quiere, se puede ir a la azotea, con vista al mar, donde los extranjeros beben y bailan, hay luces láser y el sonido es descomunal.
Yo salí a caminar porque me tenía estresado la bulla. Entonces me encontré con los músicos. Estaban borrachos. Iban para una fiesta con todos los artistas de Taganga y, si quería, podía ir con ellos. En un minuto llegamos al dichoso parqueadero, del que nos habló el taxista que nos llevó a Taganga: un lugar donde todo el mundo es bienvenido, donde se puede armar la carpa sin que le cobren un peso, donde venden cerveza a mil quinientos, donde se hace una fogata y la gente baila y fuma marihuana como si estuvieran en su casa.
Lo que dijeron los músicos era verdad, allí estaban todos los artistas de Taganga; los sureños del circo, el rasta del fuego, la que dibujaba en el suelo, la chica de la guitarra y otros treinta malabaristas que no había visto nunca. Al llegar apagaron la música y los del circo tomaron el timón de la noche. Lo llamaron ENCUENTRO ESPONTÁNEO DE ARTISTAS EN TAGANGA. El juego era sencillo, había un espacio en medio de todos para que el que quería saliera a darnos muestras de su talento. Entonces apagaron las luces y se prendió la fiesta más psicodélica del mundo: se veían mujeres en el viento, fantasmas de humo al ritmo de dos violines enfurecidos y mucha gente drogada.
Al otro día decidimos zarpar. Nadie quería devolverse pero la plata se estaba acabando. Así que empacamos y salimos en un taxi hacia el terminal de Santa Marta.
Cuando se acaba el paseo uno solo quiere estar en casa, tomar una ducha y acostarse en su cama. ¿Quién iba a esperar en el Terminal de Santa Marta hasta las nueve de la noche, que partía el único bus hacia Bucaramanga? Salimos del Terminal a las cuatro y fuimos adonde pasan las mulas que van de viaje. Allí tomamos una buseta que nos llevó, por quince mil pesos cada uno, hasta un lugar llamado Bosconia. Llegamos a Bosconia a las siete de la noche. Los que asisten a los buses de viaje nos dijeron que el único con destino a Bucaramanga venía en camino, un Berlinas, pero solo había un puesto disponible. Entonces hablamos con unos muleros pero iban muy cargados y no nos quisieron traer. Más tarde aterrizó un bus de la empresa boyacense Concorde que iba para Bogotá y pasaba por Bucaramanga. Hablamos con el tipo y por doscientos veinte mil pesos nos trajo hasta acá.
Acabo de llegar, son las cuatro de la mañana. En mi casa todos están durmiendo y yo aprovecho la calma para escribir esta historia.
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