Llevo seis meses sin abordar un bus particular.
Seis meses de no sentirme intrépido mientras un cascarón de chatarra circula inútilmente por esta ciudad tan aburrida.
Había olvidado a los ñeros que venden gomitas a cien pesos. Tenía mucho sin saber de los desplazados que se suben a pedir plata, de no escuchar a los rehabilitados, ni a los rasta que cantan, con los ojos cerrados, un clásico de Bob Marley. Me había vuelto experto en rechazar cualquier artículo que me ofrecían en el bus, incluso cuando el ñero aceptaba molesto que, si bien no iba a comprar el producto, al menos tuviera la gentileza de recibirlo. Solamente cuando tenía unas monedas prestaba atención y compraba una gomita, o escuchaba al rasta mientras tocaba guitarra. Ahora no sé nada. Había olvidado lo molesto que es, luego de coronar un asiento libre, ubicarme bajo el parlante, con Olímpica Estéreo a todo volumen, y esa bendita canción de Giovanny Ayala…
Cerca del chofer hay un costeño que quiere tener amigos. Está el metalero que huele a vómitos, la fea que se maquilla, la niña de rojo, una pareja de novios y el caballero de gafas, todos sentados y, entonces, aborda el vehículo un señor de unos 65 años de edad. Es barrigón, bajito, tiene bigote blanco y adentro deslumbra un diente de oro. El anciano tiene un altercado con el chofer, porque cuando éste lo ve, pone la mano en la registradora, a manera de tranca, y le pide que se baje.
–Pero, voy a pagar el pasaje –asegura el viejo mostrando unas monedas.
–No señor –le dice respetuosamente el conductor–, yo a usted no lo llevo, bájese de mi bus.
–Hágame el favor.
–No.
— ¿Por qué no?
–Porque no.
–Pero, ¿por qué?
–No.
El chofer no avanza. Dice que no se irá hasta que el viejo se baje, y el viejo no se baja; nos mira y explica mostrando tres monedas y levantando los hombros:
–Voy a pagar el pasaje.
Los que van en los puestos de atrás se enfurecen y le gritan al chofer:
— ¡No sea hijueputa!
Son las 3:25 de la tarde. Recuerdo rápidamente todas las veces que estuve a punto de comprarme una moto. Me asomo por la ventanilla y comprendo que esta ciudad no tiene remedio. Nadie tiene la culpa de haber nacido aquí.
Pienso en lo que va a ser de mi vida si continúo así, y grito:
— ¡Deje subir al viejito!
El viejo, la verdad, me importaba un pito. Solo quería que el bus siguiera su camino. Solo eso. El chofer finalmente lo dejó abordar.
«Es que voy a pagar el pasaje», insiste el anciano. Pasa la registradora, se toma de la agarradera de los asientos, y dice rozagante:
–El día de hoy, he venido a traerles una poesía.
El conductor, que ha escuchado mil veces esa «poesía,» nos miró por el espejo con un gesto de resignación. Entonces el anciano expresa con emoción «EL BESO»…
…afuera había filas interminables de vehículos de colores por una vía que parecía dar siempre al mismo lugar. Se escuchaba el pito de los buses y los madrazos de los taxistas combinaban con las suplicas de un payaso en la entrada de un almacén de telas. Había comenzado a lloviznar, la gente brincaba de un lado a otro y esa parte de la ciudad, a juzgar por el espectáculo, parecía un refugio agradable para desempleados. Mientras tanto, dentro del vehículo, unas señoras hablaban de condimentos árabes, la pareja no dejaba de discutir, la fea se quedó dormida, el metalero se puso los audífonos, el de las gafas también y, antes de que el viejo terminara su «poesía», el chofer le subió todo el volumen al radio. El anciano pasó por cada puesto pidiendo plata.
Extendía su mano y la zarandeaba diciendo:
–Por acá, ¿cuánto me va a dar usted?
Pasó por mi lado, le di 100 pesos. A la señora que tosía, y trataba de pasar inadvertida a punta de muecas, le dijo:
–A ver, a ver; una monedita no empobrece a nadie.
Se perdió en los puestos de la cola. Su voz se hizo más suave y en los semáforos del Rocío, sonó el timbre y el bus paró. Se abrieron las puertas traseras. Se cerraron y el bus volvió a arrancar. Pensamos que nos habíamos librado del suplicio… Entonces se devuelve de atrás el viejo, se ubica al frente y dice indignado:
–Pero… Pero, ¡qué es esto!
Eran las 3: 45.
–Yo pagué el pasaje para echarles una poesía, ¿y todo lo que ustedes tienen para mí, son novecientos pesos?
El chofer nos dijo telepáticamente, ahí tienen, pa’ que chupen.
El anciano iba a recitar otra vez «EL BESO», pero entre todos nos comprometimos a reunirle lo del pasaje. Pasó de nuevo por cada puesto, preguntando si le habíamos visto cara de pordiosero; porque él era un poeta.
El anciano se baja en el puente el Bueno. Cien metros más adelante hay tremendo accidente; una moto vuelta añicos bajo las enormes llantas del furgón amarillo. Se rumora que la chica de la moto murió y que hay que amputar el pie del que la acompañaba. La niña de rojo se fastidia por la actitud obscena de la gente y por eso le pregunta a su abuela:
— ¿Por qué habrá gente tan bruta en Bucaramanga?
Finalmente el bus asoma por Real de Minas.
Me bajo en el centro comercial.
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