Poco antes de irme del taller de don Floro, Richie se fue a vivir a la casa de su suegra ya que pronto llegaría su segundo retoño. La casa de doña María quedaba en el barrio el Mirador, arriba del Triunfo en la cima de una loma que hay subiendo por la calle segunda al oriente de la ciudad.
Yo fui un par de veces, y para llegar allí había que tomar unos colectivos que salían cada 15 minutos en la carrera décima o se podía subir a pie braveando entre pandilleros y recicladores por las Cruces. Esta zona es muy insegura, sin embargo cuando íbamos por allá con mis amigos andábamos alerta pero tranquilos, como si fuéramos los dueños del barrio. Richie y Edgar no son gente mala, no son dañados pero no les tiembla parársele al que sea. No comen de malmirado ni de quieto. Juntos subimos a pie por la segunda y vemos pasar la iglesia de las cruces, la séptima, la desvencijada pero señorial plaza de mercado y luego pasamos un par de callejones tras los que Bogotá se desvanece y da paso a un lugar de ensueño, una realidad paralela que mezcla parte de ciudad y parte de campo.
Se ven potreros reverdecidos por los aguaceros en los que florece alguna casita llena de niños tristes y panzones, barriales inmensos como piscinas en los que los vecinos del sector se convierten en activistas de greenpeace mientras intentan desencallar un colectivo como si se tratara de la ballena que se tragó a Job y a los doce apóstoles por cuenta del sobrecupo. Arriba en el cerro se ve el filo de lo que un día fue una cantera, hoy convertida en escalera natural por la que bajan los estudiantes de algún colegio distrital.
Unas cuadras mas adelante regresa la ciudad y las calles se llenan de casitas. En cada casita hay una miscelánea, una tienda, unas cabinas, una rockola. Loma arriba veo incrédulo una serie de tugurios que desafían la gravedad, casi que vuelan milagrosamente sobre los despeñaderos sostenidos tan solo por palos de guadua, los fervorosos rezos de sus inquilinos y la voluntad de mi Dios que es muy grande. Estas construcciones invaden el cerro en ángulos y figuras imposibles, y parecen más la pesadilla de un arquitecto o un dibujo de Escher que un barrio de Bogotá. Las interminables escaleras se meten entre calles y callejones, subiendo la empinada loma, perdiéndose en los retorcidos y oscuros recovecos, llevándonos con la respiración entrecortada hasta la casa de la suegra de Richie.
El violento ladrido de los gozques y una brisa helada son la bienvenida al humilde hogar. La amabilidad de doña María y la belleza de sus 4 hijas me hacen sentir mejor que en casa, y nos dedicamos a charlar largas horas acerca de las cosas de la vida. De la bruja que desciende de madrugada por las escaleras que llevan a la plancha del segundo piso, de la fiesta que vamos a hacer cuando inauguremos nuestro propio taller o del gordo ojizarco del William, que le metieron tres de puñaladas por mujeriego.
De todo esto y muchas otras cosas más hablamos, aunque hay unas cosas que se me van, que ya no recuerdo.
-Este es un fragmento de un texto más largo que escribí hace unos años y que se perdió cuando cambiaron la plataforma del blog. Espero muy pronto poder compartirles el texto completo y corregido-
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