Unos 20 años atrás me dedicaba al exclusivo y poco rentable arte de la decoración de buses y busetas en el legendario taller de don Florentino Novoa, diagonal al cementerio del sur en el barrio Matatigres. Atiborrado de plantillas de cartón con nombres como Maicol Estiven y Yuberjén, números de orden, placas retocadas y calcomanías de quelo sexo, más que un taller esta era una fábrica de personajes de novela.
Desde los primos santandereanos Edgar y Richie, camelladores e invulnerables a las adversas circunstancias que los asediaban en la loma donde vivían, Alonso “el ñerito”, tipo flaco, feo, dejado y alcohólico pero imbatible a la hora de marcar buses, busetas y taxis con avisos en pintura, o el famoso Jairo “la loca”, pintor excepcional -tanto en calidad como en incumplimiento- y que además de pintar dormía por las noches en el taller a manera de celador, -o como perro de taller- ya que así le decía Pocha solo por sacarle el mal genio.
Allá todos éramos llamados acorde a nuestra profesión: estaban los vidrieros, los zapateros, los freneros, los pintores, los mecánicos y los rateros. También estaban doña cangreja, una señora que vendía berraquillos con cangrejo licuado en la esquina del taller, don Gonzalo que era el dueño de la cuadra donde quedaba el taller y don Carlos, el farmaceuta o la EPS de la época. Nuestro vecino de taller era el mono, un vidriero que trabajaba en el local de al lado y que cada 8 días llevaba un ayudante nuevo. Andaba en un renault 6 que rodaba de milagro pero que eso sí, lo tenía con vidrios especiales polarizados y llenos de calcomanías. También tomaba cerveza como si no hubiera un mañana, jugaba rana a doble argolla y nunca perdía.
Alguna vez el mono llevó un ayudante nuevo, un llanero muy alto y flaco, un tipo recio. Tenía cara de pocos amigos y una extraordinaria habilidad que lo hizo popular los pocos días que trabajó en la vidriería: era capaz de destapar una cerveza con tan solo darle un palmadón al culo de la botella, así que imagínense las manazas que tenía. Solo por verlo destapar las polas llegaban curiosos, dueños de taxis, buses y busetas, clientes y hasta el albino, el ayudante del deposito de materiales que no tomaba. Todos iban a gastar cerveza solo para que el llanero las destapara. Al final se fue después de casi arrancarle la cara al mono de un cachetadón por alguna diferencia que tuvieron.
Había otro personaje especial, Jairo buche’tula. Jairo se dedicaba a hacer mandados en los paraderos. Iba, recogía plata, mandaba a hacer tablas de ruta y las entregaba cuando estaban listas. Con esto no se ganaba mucho, pero sagradamente se ganaba al menos 3 chances a la semana, y de esto sí vivía. No se afanaba por nada, pagaba una residencia en Venecia donde dormía cada noche y los conductores de las busetas lo invitaban a jartar trago y a acostarse con putas debido a su aspecto infantil y bonachón.
Con todos ellos y algunos más que iban y venían desordenadamente nos deshacíamos del dinero que no teníamos en “la última lágrima”, cigarrería, cacharrería, rockola y restaurante donde los comensales que nos divertíamos al son de la música popular, la rana y la cerveza compartíamos mesa con los visitantes del cementerio que lloraban el haber dejado en su última morada algún allegado.
Era un mundo lleno de contrastes, ya que así como celebrábamos un ranazo o una moñona mientras los cabizbajos dolientes mascullaban sus penas, nadie se imaginaba que don Floro con su empolvado overol, su camiseta de philaac y su tapabocas reciclado era en realidad un marinero con más de 15 años de experiencia que viajaba cada dos años a bordo de los más exclusivos cruceros italianos como jefe de máquinas. Tampoco se iban a imaginar que Jairo, a quien cariñosamente llamaban la loca y quien dejaba media vida en los bingos de la 24 y otra media la dejaba en el cambuche del taller, se fue de joven a ayudar como voluntario durante la tragedia de Armero y fue la persona que encontró y socorrió a la niña Omaira Sanchez, quien finalmente falleciera atrapada en el barro.
Hoy en día recuerdo con mucho cariño aquellos difíciles días de tablas de ruta, avisos en cinta reflectiva y quincenas de 150 mil pesos, pero más que todo gracias al apoyo y la amistad que recibí de estas y de otras personas que ahora no tengo tiempo ni espacio para mencionar, que me enseñaron la diferencia que existe entre la rutina y la cotidianidad ya que la vida cotidiana está llena de personas y hechos increíbles que no vemos, o que despreciamos por estar viviendo nuestra rutina diaria.
@JorgitoMacumba