La colombianidad es un rasgo característico e innegable de los pobres mortales nacidos en esta alacena sin puertas llamada Colombia. Desde los tiempos de Bochica las personas nacidas en estas latitudes presentan unos rasgos de comportamiento bastante particulares, los cuales iremos analizando cada 8 días en este espacio. Hoy se lo dedicamos al corre-no corre.
El corre-no corre.
De las cosas que más caracterizan a los colombianos (quien haya viajado a otras latitudes me confirmará por favor si allá pasa lo mismo), es una extraña mezcla entre desparpajo y glamour cuando deben correr tras meterse en un problema. El ejemplo más claro lo vemos a diario en las calles capitalinas cuando alguien intenta cruzar una avenida a mitad de cuadra o en un sitio prohibido donde se compromete su integridad.
El infeliz atravesado se lanza a la calle a sabiendas que por ahí no se puede cruzar, pero pasa orgulloso, como protegido por una armadura hecha del duro material de la rebeldía. En un ataque de adolescencia el personaje decide retar al sistema, a ese estado corrupto y ladrón que no le da nada y se lanza a la calle como William Wallace enfrentando a los enemigos de la libertad. Y acá es donde sale a flote esa característica que algunos estudiosos han llamado “trote digno”. Si usted amigo peatón, está luchando por una causa más que justa debería lanzarse corriendo a las vías, pero no, al contrario lo hace con un desparpajo que preocupa. Se pasa despacito, caminando serio, observando el paisaje, ignorando las miradas de los transeúntes que aún honran las enseñanzas de Mockus como si estuviera en una pasarela en Milán.
Ahora, lo más colombiano de todo sucede justo cuando los vehículos arrancan al cambiar el semáforo y nuestro personaje sigue a la mitad de la vía: en vez de salir corriendo para ponerse a salvo en la otra orilla camina dando salticos, simulando una carrera que no quiere pegar porque “que pena uno corriendo en la mitad de la calle como si fuera el ladrón del chinche”.
Ya me parece ver a los alegres muiscas que habitaron esta planicie hace años huyendo-no huyendo de un jaguar mientras los demás parienticos le observaban ad portas de convertirse en sabrosa botana para el felino: “No mk, yo que voy a correr, qué oso, trágame tierra”. Así tal cual huyen las señoras cargadas de bolsas muertas de risa mientras intentan atravesar la autopista norte, la carrera treinta y otras peligrosas avenidas, pensando no en el riesgo de quedar destripadas sobre el asfalto, sino en la vergüenza de ver su dignidad herida por tener que pegar un trote para huir del tráfico.
Después de la administración Mockus, y con el notorio auge de la bicicleta en Bogotá, surgieron un par de variantes de este comportamiento, y el más común de ellos se da cuando el afectado es un ciclista. En ese caso este pasa orondo, sin afanarse, sonriente y haciendo a los vehículos la enhorabuena del pulgar arriba, como si se tratara de Nairo Quintana pasando la meta tras ganar el tour de Francia, o como el desdichado que tras pegarle un par de palazos a las llantas de una buseta se acerca con este ademán a pedir dinero por la labor realizada. Llevar el pulgar en alto es casi una dignidad, algo así como cargar la llama olímpica o la bandera de la paz. Este segundo rasgo de colombianidad obliga a un hijo de esta tierra a levantar el pulgar al momento de tomarse la foto en el Lamborgini que parquearon en el centro comercial, cuando se tomó la selfie tras abordar al doctor Uribe que lo atendió en un Carulla o con la modelo impulsadora de aguardiente llanero que está linda y regalando guaro. Parece que Facebook rechazara las fotos de colombianos que no tengan el pulgar arriba, pero a este caso de “pulgar optimista” lo veremos en 8 días.
Gracias por leer.
@jorgitomacumba