El día de la madre es todos los días. Eso ordenan publicistas y marcas, y con comerciales y posts en redes sociales pregonan un amor infinito a la mamá. Pero justo al otro día, en el noticiero sale Juan Diego Álvira disfrazado de Mrs. Doubtfire dando las cifras de muertos por riñas durante el día de la madre. Y ya, se acabó, no se vuelve a hablar del tema hasta el otro año. No regresan el amor infinito, los muertos por riñas y Juan Diego Alvira disfrazado de Big Mamma hasta el año entrante. Y algo parecido pasa con el día del padre, el día de la prevención del cáncer de seno, el día de la mujer y hasta con el día de la cerveza que ahora llaman «el día de los amigos«. Pero hay un día especial que los bogotanos si celebramos a rabiar: ese día es el halloween.
¿Pero porqué en Bogotá se celebra el halloween a diario? Pues porque a pesar de algunos progresistas solapados que han pretendido cambiar el tradicional grito extorsivo de «…si no me das te rompo la nariz» por el amanerado «quiero paz, quiero amor…», resulta que el halloween celebra el terror. Esta es una fecha para espantarse, para salir a asustar. Embadúrnese la jeta de colbón y póngase el disfraz de Freddy Kruegger hecho con el saco que le regaló de grado la tía Carmenza y el sombrero gardeliano que le dejara de herencia su abuelito.
Y aunque ahora el boom de la pornografía manda a ponerle a cualquier disfraz el sufijo sexi, el espíritu de la festividad se mantiene más del lado del terror que de la puteria. Y es justamente este espíritu de terror el que hace del halloween una celebración tan colombiana como el reinado nacional de la panela.
Para aquellos que vivimos el terror, la miseria es paisaje.
Un halloween digno de Tim Burton
Motosierras y canecas de ácido clorhídrico se venden tan bien como las papas chorriadas en la reja del INEM del Tunal. A diario y por las calles de la ciudad acechan ladrones, mendigos, malvivientes y bazuqueros que nos hacen sentir como en un capítulo de Walking Dead. A falta de ballestas y llamativos bates decorados con alambre de púas, estos tradicionales personajes salen a las calles con un ginzu 2000, con machetes curtidos por óxido y sangre, con patecabras y cerosietes de diferentes tamaños. Hasta los hay que atracan disfrazados de estudiantes con bisturís de papelería y escuadras afiladas.
A falta de espíritus y seres del más allá hay sitios donde el olor a miados es tan espeso y concentrado que se materializa en tristes espectros que deambulan por los callejones buscando la luz. Se les puede oír arrastrando cadenas y dando lánguidos lamentos mientras ruegan ser exorcizados de su tormento. Tormento que consiste en pasar de fosa nasal en fosa nasal, limpiando los pulmones de los bogotanos del fantasma del hollín. Que brille para ellos la luz perpetua.
El barquero y su barca
Pero no todo es malo, la gente de bien también hace parte de esta celebración. Baste con asomarse a una estación cualquiera de Transmilenio o a un paradero del SITP. Las caras largas, las muecas de tristeza, dolor y desesperación, los gritos de impotencia y las lágrimas de sangre ya son patrimonio cultural de los bogotanos. Han reemplazado las máscaras de Scream y V de Vendetta. La gente se pelea y manda sendos patadones, codazos, mordiscos y hasta tetazos para subirse al transporte público.
Las avenidas de la ciudad semejan el río Estigio. Enrique Peñacaronte navega sobre su barca roja bi-articulada, repartiendo almas en diferentes círculos de la Bogotá para todos, esperando que allí paguen caro el haber votado por él. En su barcaza a diesel se confunden trabajadores y estudiantes con ladrones y raperos. Acerca de estos últimos uno no sabe si son almas en pena cumpliendo su condena o demonios enviados a atormentar a los ya afligidos navegantes. Y la gente ya no sabe si darle la moneda al artista que busca concienciar al transportado o guardarla para pagarle a Peñacaronte por el pasaje sin subsidio en su transmibarca.
El terror es tan relativo como la belleza. Lo que para uno trae paz y realización a otros nos aterra.
Demonios de 4 patas
También se ven en los parques tristes figuras como el sin-cara del viaje de Chihiro. Con las primeras luces del alba estos penitentes salen detrás de un gozque para recoger sus heces con parsimoniosa resignación. Condenados a recoger mierda por toda la vida útil del animal, también descargan algo de su frustración con la mascota. La mantienen encerrada, amarrada, viviendo la misma vida de los peluches que apilan los mercaderes chinos tras las vitrinas de san Victorino. Pero también hay demonios que sacan una bestia sin collar para atormentar a los demás. «Cuqui es lo más de mansito» decía la dueña de un pitbull, despertándose tras hacerse la desmayada al ver que su cuqui había destrozado a otro perro a dentelladas delante de la dueña y su afligida hijita. Seguro que se hace la desmayada mientras en el fondo se ríe a carcajadas la muy hija de Satán.
De las calorías del infierno al reino de Instagram
Por las calles de barrios como Chapinero alto o la zona G también hay otro tipo de penantes. Se los puede ver recorriendo las empinadas calles del sector en ropa deportiva, condenados a comer migajas de porquería a precios astronómicos y a levantar llantas. Otros deben saltar interminablemente sobre un cajón o a hacer maromas como si estuvieran parados sin sus tenis adidas directamente sobre las brasas ardientes del infierno. Y no pueden detenerse sopena de no sacar culo o no encajar en su grupo social.
Estos esclavos de las calorías suavizan su castigo alimentando su vanidad. Comparten en sus redes sociales frases motivacionales con fotos de sus partes intimas o de platos de misería que valen lo mismo que un semestre en los andes a cambio de likes. Pero la celebración del halloween no se queda en estos exclusivos barrios capitalinos, no señor. El espíritu festivo ha llegado a barrios como primavera y ciudad Montes, donde gente no tan bonita también se auto flagela esperando algún día ser digno de entrar al reino de instagram.
La dolorosa indiferencia
Finalmente, -y me incluyo en este grupo- estamos los indiferentes. Celebramos el terror a la fuerza, viviendo aquí. Anda uno temeroso de salir a la calle después de las 6 de la tarde, como seguramente hicieran los habitantes de Transilvania en tiempos del príncipe Vlad. No recogemos la mierda de ningún animalito, no montamos en transporte público ni corremos loma arriba por ningún barrio. No respiramos los vapores medicinales que en forma de fantasma dejan habitantes de la calle y venezolanos exiliados en los callejones del centro de la ciudad.
Impávidos miramos al infinito con rostro inexpresivo mientras esperamos que el semáforo peatonal le de paso a la gente por la séptima. Entre tanto la caterva de penantes se le atraviesa a los carros a bordo de chazas de dulces, bicicletas, burros, llamas y motos. Cargamos una navaja pero a manera de amuleto, no para sembrar el terror sino para exorcizarlo. Nos importa un culo lo que hagan o digan los demás, y no tenemos buenas intenciones, porque vivir aquí aterra.
Tampoco creemos en esas sucias campañas que pretenden invitarnos a caminar la ciudad. Tampoco tapamos el bronx con una capa de pintura y un evento de moda cuando sabemos que la horda de delincuentes solamente se trasteó a unos cuantas calles alrededor. Sabemos que esta ciudad lleva el halloween en las venas y su naturaleza es espantar. No creemos en el optimismo exagerado de dirigentes y organizaciones que apoyados en la publicidad pretenden arruinar el aterrador espíritu capitalino. Más bien lo aceptamos resignados, esperando que llegue el momento de salir espantados de acá.
@jorgitomacumba