Frente al cementerio del sur, abrimos de 8 a 5 y media.
Así rezaba la leyenda que se podía leer en las tarjetas de presentación impresas en tinta verde del legendario taller de don Florentino Novoa en el barrio Matatigres, uno de los pocos que conocí en donde no habían perros de taller. Allí hace unos 20 años me dedicaba al exclusivo pero poco rentable arte de la decoración de buses y busetas en el taller de don Floro, mítico lugar que llegó a convertirse en referente obligado para las grandes empresas transportadoras que movían sus rutas por el sur de la ciudad. Este era un lugar feo y polvoriento, atiborrado de plantillas de cartón con nombres como Maicol Estiven, Zuli Yefrenia, o Leidi Johana, números de orden para taxis, buses, colectivos, placas y calcomanías de quelo sexo y si el niño es del conductor no paga. Pero para ser un taller tenía una atmosfera especial, un ambiente que no he encontrado en ningún otro trabajo por el que haya pasado. Y al igual que Buitraguito, he pasado por muchos.
Físicamente el sitio encaja a la perfección dentro de la oscura imagen de un taller de barrio: sucio, desordenado y lleno de gañanes dispuestos a chiflar románticos silbidos de amor a las incautas damas que se atreven a cruzar frente a su fachada.
Una vez adentro, se tropieza uno con todo tipo de tarros y pistolas chorreantes de pintura que con tan solo mirarlas arruinan la ropa, un par de compresores ruidosos y grasientos que le dan al interior del taller una especie de voz, un ronquido incesante que solo se puede acallar subiéndole el volumen a la golpeada grabadora que se oculta bajo un forro de computador caído en desgracia. Para acabar de completar la escena solo faltan los perros de taller, cuya indispensable presencia era suplida por Jairo -la loca-, pintor ocasional que de noche cuidaba el lugar. Antes habían intentado dejar un perro, pero todos los intentos por dejar un can a cuidar el chuzo terminaban con el pobre animal enfermo debido a la delicadeza de su nariz. Afortunadamente, Jairo no era muy exigente en cuanto a su salud refería. Ninguno de nosotros lo era.
Mas que un taller ese lugar era una fábrica de personajes irreales, desde Edgar y Richie, los primos santandereanos, camelladores incansables e invulnerables a las adversas circunstancias que rodeaban la vida en la loma donde vivían, hasta Alonso “el ñerito”, tipo flaco, feo, dejado y alcohólico, pero imbatible a la hora de marcar buses, busetas y taxis con avisos en pintura. Con ellos, con el mono, guarnizo, pocha, y otros mas que iban y venían desordenadamente gracias al sistema económico que nos rige y a su falta de juicio, nos deshacíamos del dinero que no nos sobraba en “la última lagrima”. Esta es -o era- una cigarrería-cacharrería-rockola, restaurante y cafetería ubicada en inmediaciones del cementerio del sur y en donde los alegres comensales nos divertíamos al son de la música popular, la rana y la cerveza, mientras que en la mesa de al lado los visitantes del cementerio lloraban amargamente e invitaban interminables rondas conmovidos por el sentimiento nacido de haber despedido en aquel sombrío lugar a algún ser amado.
El mundo de los talleres está lleno de contrastes. Así como celebrábamos un ranazo o una moñona mientras los cabizbajos dolientes mascullaban sus penas, nadie se imaginaba que don Floro con su empolvado overol, su camiseta de philaac y su tapabocas reciclado, era en realidad un marinero con más de 30 años de experiencia que viajaba cada dos años a bordo de los más exclusivos cruceros italianos como jefe de máquinas. Nadie se imaginaria tampoco que Jairo, a quien a quien cariñosamente llamaban la loca, y quien dejaba media vida en los bingos de la 24 y la otra mitad en el cambuche del taller, se fue de joven a ayudar como voluntario durante la tragedia de Armero y fue la persona que encontró y socorrió a la niña Omaira Sánchez, quien finalmente falleciera atrapada en el barro. De no ser por los amarillentos recortes de prensa que conserva como si fueran un tesoro no le hubiera creído.
Hoy en día recuerdo aquellos difíciles días de tablas de ruta y avisos en cinta reflectiva desde la comodidad de la oficina, un lugar frío y gris, en donde el aire no sabe a thinner, donde al sonarse la nariz el producto recogido no es multicolor debido a la carga de pintura en el ambiente, en donde no nos sentimos como perros de taller cuando nos quedamos hasta tarde. Lugar en donde los jóvenes gomelos, promesas de la publicidad, hablan con propiedad acerca de esa increíble aventura que vivieron la única vez que jugaron tejo o subieron a Monserrate con alguien del común. Y por sobre todo, donde uno está solo a pesar de la gente que lo rodea. La amistad, así como el odio sinceros eran vitales para estos amigos de quienes no volví a tener noticia hace mucho tiempo.
Siempre creí que la vida laboral mejoraba en la misma proporción en la que aumenta el salario, y eso me motivó a estudiar y buscar trabajos mas relajados cada vez. Pero nunca, en ninguna empresa o proyecto por el que haya pasado volví a toparme con personas tan llenas de vida como las que conocí en el taller de don Floro. Frente al cementerio del sur, abrimos de 8 a 5 y media .
Jorgito Macumba
PS Hace poco recuperé un disco con archivos importantes y encontré algunos de los escritos que borraron cuando tenía mi blog en la revista Don Juan. Poco a poco los iré compartiendo en este espacio nuevamente, alternándolos con los nuevos que estoy preparando.