Rob chifla como chiflan los ñeros, con ese sonido punzante y ronco que usa el cotero ya encarrerado en la plaza de Paloquemao.
El cotero chifla para prevenir sendas señoronas que escogen fruta, regatean y al mismo tiempo esquivan graciles los coquetos cumplidos del señor del puesto en la plaza de mercado. En cambio Rob chifla para espantar de su lado la soledad y el aire cargado de aserrín y polvo que lo asedian, que se meten por los ojos, la nariz, la boca, por la piel acartonada y curtida a martillazos. El prefiere eso a poner su celular conectado a un equipo de sonido para poner rock alternativo como Mikey, que a veces pone Tool a lo que da el amplificador.
Un carpintero oyendo Tool y otro que se parece a Gepetto, los gringos si que son coherentes. Debe ser por eso que tienen plata, por eso es que aquí todo negocio prospera.
Y aunque chifle como los ñeros, Rob es un Gepetto moderno: su bigote mal cortado es abundante y descolorido en esa zona donde se filtran la sopa y la cerveza, siempre anda con sus lentes bifocales a medio poner, caídos, con su frente arrugada y cargando a cuestas un cuerpo seco, enjuto a causa de la bebida, la esposa y el cigarro. Lo único que no me recuerda al octogenario de Disney son sus dos manos callosas, de dedos grandes y deformes con uñas que harían palidecer de envidia una águila arpía. Son manos grandes, recias como martillos, especialmente cuando las cierra para dar un golpe y enderezar un escritorio o una mesa de centro. Y a pesar de todo eso hay algo tierno, infantil en su manera de ser. Va en bicicleta a trabajar y usa un casco de esos que regalan por la compra de la cicla, lleva una maletica azul con estrellas y chispitas que le regaló su hija para cargar lo que sea que lleve ahí, y usa pantalones cortos para no sancocharse en el calor infernal que hace dentro del taller porque ahí no se puede poner aire acondicionado.
Recuerdo los primeros días, cuando entré al taller hace poco más de un año. Llegué tímido, nervioso porque me acordaba que cuando perdí el único año de bachillerato que me tiré en el INEM fue porque no me aprendí el vocabulario de 5.000 palabras técnicas que en fotocopias exigía el profesor Marco Millán. Y ahora sería de mucha utilidad conocer el nombre de todas esas putas herramientas que usan, aunque de seguro no hubiera sido suficiente porque los gringos tienen herramientas especializadas para todo, ellos no improvisan. No son como los colombianos que decía Carreñitos, colombianos para los que cualquier cosa es un martillo. Y así debe ser, ya que me he descubierto intentando clavar algún tornillo con la cabeza robada dándole de golpes con unos alicates, con la coca del almuerzo, con el alma que se sale por las manos.
Allá solo reciben gente con papeles, nada debajo de cuerda. Cuando entré todos eran gringos, aunque también estaba Alberto, un instalador boricua que ha vivido en USA casi toda su vida. Alberto parece un oso, debe medir un poco más de 1.80, acuerpado, bonachón, con todo el cabello y la barba blancos como papá Noél, de voz potente y es tremenda persona. El habla español y me ayuda con todas esas fotocopias que no me aprendí en décimo. Tiempo después de haber empezado a ayudar a Rob me mandaron con Alberto, y el tipo confió en mi. Me dijo que era bueno, que aprendía rápido y me ayudó para que me dieran mi propio camión. Y así es el hombre con todo el mundo. A todos les da la mano, sabe escuchar y tiene buen carácter, además sabe que todo el mundo corre cuando está de mal genio. Por eso procuran mantenerlo contento, cumplirle. Alberto va a trabajar en una moto que el mismo engalla, y que por tanto siempre está en obra gris. Es inmensa, tiene motor 1600 y el mismo le hizo con fibra de vidrio los soportes para los parlantes. También los soportes para las luces y para la segunda batería. El adaptador del radio. La consola llena de botones como los de un Black Hawk. El invertidor para la tomacorriente. El televisor que coge señal aérea e internet. Keith dice que un día de estos le va a acondicionar un baño y una cocina y se carcajea sonoramente. A veces uno llega por la mañana y se está tomando un café en un vaso más grande que el de la licuadora de mi casa mientras ve las noticias en la parte de atrás de su moto, y echa a contar la historia de cuando vivía en su RV, que es un carro-casa que parqueaba atrás del taller y donde improvisó ducha, cuarto y cocina. Remata diciendo que un día de estos va a vender la casa, deja a la doña y se va a ir a vivir en un RV de nuevo, parqueando donde le coja la noche.
Keith le hace la charla, se echa a reír y muestra esos dientazos jamaiquinos, grandes como las teclas de un piano.
Keith también es exagerado, así como Alberto, y siempre después de almorzar se golpea la prominente panza y grita que quedó lleno, que pidió medio pollo con doble arroz y doble ración de frijoles. “Me no fries or bullshit. Me no rock like that” remata diciendo. Los demás creemos que grita, pero la verdad es que siempre habla así, viene con el botón del volumen dañado dice Alberto. Cuando paramos en la estación de gasolina el se queda en el camión hablando por celular, y adentro de la gasolinera uno alcanza a escuchar cada palabra que dice. Si se aleja el celular de la oreja por un momento se puede oír también lo que le dicen, porque además es como medio sordo. Pero es tenaz para trabajar, le rinde, es rápido y apura el paso así haya tiempo todavía para terminar. A veces tengo que llamar a Alberto a preguntarle algo y me dice que ya me devuelve la llamada que Keith lo está llevando cargado para embutirlo en la cabina del camión y regresar al taller porque ya casi son las dos.
Tim es más alto que Alberto, acuerpado, grande. Se me antoja irlandés porque al mirarlo de reojo se parece al muñequito de la revista Mad. Buena gente, y así como Alberto sabe todo lo que se necesita para manejar el taller y los empleados. Conoce todas las herramientas, construye, corta, maneja y hasta hace parte del trabajo administrativo también. Eso si, es serio, muy serio. A veces cuando habla hace una broma o dice algo irónicamente para suavizar el tono de sus palabras, pero uno sabe que con el toca reírse pero es mejor no hacer bromas. El taller está lleno de buena gente, todos dispuestos a ayudar, a enseñar. A mi me enseñaron a manejar el montacargas, a usar las sierras grandes de mesa, cómo están conectados los ductos, los químicos, casi todo.
Digo casi porque todos los días me doy cuenta de algo que se me olvidó, de algo que no sabía, de algo que debo aprender.
Siempre vamos a una casa de 6 millones de dólares a instalar una biblioteca, a un apartamento de 10 a entregar una oficina, a una clínica de cirugía estética a instalar un baño o a una invaluable mansión frente al mar a instalar una cocina. Los clientes siempre son viejitos, en su mayoría judíos. Debe ser por eso que en el taller no hay afiches de gringas empelotas o en bikini, y la verdad no hacen falta porque estamos tan cerca de la playa que al asomarse por la ventana ya las puede ver uno, echándole gasolina al carro en tanga, o topless en la playa. Siempre estamos limpiando, organizando, recogiendo reguero, moviendo muebles de aquí para allá. Nadie llega enguayabado ni tarde, todos siguen atrapados en la misma rutina, todos los días iguales. No pasa el avenero ofreciendo deliciosa avena de Venadillo, Tolima, ni una muchacha enfundada en apretadas licras ofreciendo tinto, cigarrillos y chance, o una viejita con un canasto y un frasco lleno de ají cerrado con una descolorida tapa azul que dice fruco, al estilo que usaba la marca en los años 70. Aquí no pasa nada.
Me acuerdo del cuento de José Felix Fuenmayor, y entonces me siento con el costal a ver si me agarran con el doctor afuera. No quiero pensar ya más en lo mismo, intento olvidar llenando la cabeza con cosas nuevas. Pero como dice en el cuento, todas las cosas están unidas y al sacarlas del costal se vienen unas pegadas junto a las otras. En cualquier momento del día prendo el camión y siento como un vacío, un puño en el estómago y aparece ella parada con su chaqueta negra y el casco en la mano junto al taller de Alonso, y añoro esos momentos cuando esperaba que me lavaran la moto tomando naranjada y empanadas del rey del café en el 7 de agosto. A veces aparece la candelaria, o la clínica san Rafael. Otra vez en medio del trabajo siento de nuevo una punzada en el estómago y me veo sacando la moto del parqueadero, buscando una ventana detrás del hospital desde donde ella y el niño me saludan haciendo señas con la mano. Después aparece ese restaurante donde nos ponían lo que quisiéramos ver en youtube en el que comíamos después de salir de la clínica.
He descubierto que los recuerdos están asociados a diferentes acciones que los disparan, cuando aprendo algo, cuando hago algo bien aparecen como fantasmas que vienen a atormentarme.
Otra vez veo la circunvalar, el chorro, el centro, y entiendo que empecé a amar esa ciudad en el momento en que la recorrí con ella. A veces siento que me pasó lo mismo que a Voldemort, que su alma se partió en pedazos, y lo que queda de la mía no está aquí conmigo, está allá buscándome como un fantasma a su deudo. En sueños veo constantemente la calle 13 con una nitidez que abruma, porque por ejemplo, la última vez tuve un sueño que duraba todo un día, y en el que todo era como antes. Yo sabía que era ella que me había perdonado y me regalaba ese día y nada más. Y en efecto dentro de mi sueño pasamos un día entero juntos, pero no pude estar feliz, no lo disfruté porque sabía que se iba a acabar. En ese sueño pude caminar por el matadero- universidad distrital, las oficinas del seguro social junto a la 30, los locales de san Andresito, los comercios que hay por donde voltea el transmilenio cuando hace la oreja para coger la 30 y después de un sueño que duró todo un día me desperté triste como antes.
Hace 3 años ya que dejé atrás el país y perdí todo lo que tenía en la vida. La mujer que amaba, la ilusión de una familia, el sitio donde vivía, mis amigos, la vida de barrio, el trabajo y la idea de un futuro juntos. Y como mi personaje favorito de los Simpson lo cambié todo tan solo por la ilusión de un poco más, para poder ofrecerle todo a ella. Porque nunca creí que yo fuera suficiente, y por eso me esforcé en venir, porque sinceramente creí que iba a venir conmigo. Y de pronto yo si era suficiente, pero ya qué. Todos los días me despierto en la mañana pensando que no debería estar aquí, y recuerdo esa escena de Sandman donde le pregunta al diablo qué poder tendría el infierno sobre aquellos que allí penan si no pudieran soñar con el paraíso. Porque el infierno es repetición, es tener que vivir aquí soñando con estar allá, anhelando la compañía de alguien que ya no quiere saber nada de mi.
Trato de no leer noticias buscando en sus titulares la razón que anuncia ese apocalipsis que justifique mi decisión de quedarme, pero al final siempre termino haciéndolo y esa razón no aparece. Me duele saber que hay un festivo porque sé que estará de viaje, haciendo con otro todo lo que yo quería hacer con ella. Porque también sé que hace por él todo lo que yo hice por ella. Pero no queda más ya, sino esperar que al no detenerme las cosas se arreglen solas, que un día deje de doler, que haber dejado que me robaran mi vida ya no importe porque no hay sentimientos definitivos y todo muere, de eso se encarga el tiempo. He hecho lo que he podido para enmendar mis errores y ayudar a quienes lastimé, y en mis sueños he visto que algo está cambiando. Tal vez estoy empezando a perdonarme, tal vez empiezo a ser coherente como los carpinteros gringos, porque aquí he aprendido a serlo. Mientras tanto solo queda cerrar los ojos un momento y decirme a mi mismo que si, que todo se fue a la mierda pero que aún así te esperaré.