En Colombia padecemos de un mal común entre los países latinoamericanos, creer que la capital es el país, que sin esta la Nación sería inviable, es más, a veces caemos en el error de imaginar que el porvenir solo es posible en un centro urbano denso y caótico. Es fácil encontrar colombianos denostar sobre la egolatría de los argentinos y defender el buen uso lingüístico de los colombianos y ante todo, de los bogotanos, los hijos ilustres de la Atenas suramericana, los dos casos son errores mayúsculos. Ni los argentinos son ególatras ni los colombianos hablamos el mejor español; ese adjetivo no cabe en la sociolingüística. En nuestro caso ya es suficiente con que la dicotomía de la maravilla y la arbitrariedad de la lengua se impongan en medios de comunicación de toda índole.

Soy bogotano, viví en Bogotá por casi treinta años y desde hace cinco vivo en la costa Caribe. Mi relación con Bogotá es difícil, me duele verla involucionando, estancándose, ostentando el rótulo que le endilgara Miguel Cané en el siglo XIX; lo más parecido a Atenas será acaso porque la ciudad proyecta ruina debido a la abyección de sus burgomaestres. Por ejemplo, me gusta deambular por sus calles, pero detesto su sistema de transporte que es indigno. Sé que es diversa, multánime, y colorida, pero también es gazmoña, envidiosa e insensible. Parafraseando a Luis Carlos López, le profeso el cariño que uno le tiene a sus zapatos viejos.

Pero no es de Bogotá que quiero tratar. La centralización del poder en la capital me hizo paciente de esa enfermedad; yo también veía a la capital como sinónimo del país. Me vine a vivir a la costa por mi trabajo. Cuando emprendí el viaje no sabía mayor cosa del lugar al que llegaría. Para mi sorpresa y opuesto a lo que muchos me decían fui recibido de brazos abiertos. Me acogieron con bromas y sobrenombres, con chistes de doble sentido que inicialmente no entendía, con ofrecimientos culinarios que son exquisiteces, con la confianza plena del que es merecedor de escuchar una alegría o una tristeza. No me sentí como un extranjero pero sí sabía que estaba en otro lugar, me enfrentaba entonces a una nueva cultura.

Exceptuando el departamento del Cesar he podido conocer a la costa Caribe. Las variaciones lingüísticas en cada departamento son marcadas, y con ello, algunas características de sus pobladores. He podido entender que cuando el barranquillero me saluda sin alguna grosería o palabra altisonante lo más probable es que no me tenga confianza o tal vez esté enojado, es decir, que la grosería no siempre es grosería y el silencio puede ser muestra del mayor ostracismo. Del guajiro percibo que se la ha hecho una rotulación malsana de hombre bravío, cuando lo que impera es el arraigo ancestral, La Guajira no es un desierto, es el enclave en el que se mantienen costumbres diferentes a las del hombre del interior. Por eso es ajeno o difícil de entender para los noticieros de los canales privados el por qué los patriarcas guajiros prohíben que sus hijos reciban atención médica en los centros urbanos.

Tratándose de literatura ha sido un descubrimiento del mayor nivel artístico. He entendido a la perfección el concepto del Realismo Mágico, ya que: ver un polvillo florecer y desfollar, y luego leer el fragmento de la muerte de José Arcadio Buendía, o escuchar El Flecha de David Sánchez Juliao y sentarse en alguna calle cordobesa para entender el término cachaco en playa, son dos de mis ejemplos favoritos.

La aceptación es una necesidad urgente – aunque suene redundante no lo es –. Es muy perjudicial ver un baile propio de alguna región, que cuenta con absoluto arraigo cultural, como algo netamente lascivo y perjudicial; no se puede olvidar que son nuestros ojos los que más adjetivos le ponen al entorno. Es tan odiosa nuestra mirada, que rechazamos al otro por cuestiones regionales, como si hubiésemos heredado una sola denotación de bárbaro. La diversidad y el mestizaje debería ser ese símbolo de identidad del que Colombia cree adolecer.