Hay librerías en las que sientes que todo es imprescindible. Empezando por el abuelo, ese que cuenta a los visitantes la historia del revolucionario que nadie conoció.
En esas librerías también hay libros que sobreviven de espaldas a los años, escondiendo sus nombres, sus autores. Otras los apilan en bloques que parecen nunca mover, como en las estanterías más altas, donde se puede encontrar a Shakespeare y a Dostoievski, uno junto al otro, acumulando polvo.
Algo así contaba el librero que más sabía de ellas, Héctor Yánover, en su libro Memorias de un librero, quien creía que las librerías no son solo espacios donde habita el libro: es un universo que se construye a partir de caprichos, como el abuelo que sin importar cuántas veces, va todos los días a contar la misma historia y por supuesto, el librero mismo, el tesoro de las librerías. O, quizá, por las historias que paradójicamente no están en los libros sino alrededor de ellos.
Por eso este ranking es un recuento de las librerías como espacios que configuran la ciudad: la rutina, las amistades, la forma de ver al hombre que surte de historias, que configuran la experiencia de entrar a una librería y no salir igual.
7. Merlín (Bogotá)
A pesar de ser un espacio con libros hasta el techo, en donde uno se puede antojar de una rockola que solo sirve de decoración, su gracia desaparece cuando uno nota que su mayor tesoro no es el librero, ni el libro. En realidad no quieres saber que estás en una librería, porque estás embebido entre la cámara antigua y el portarretratos de una familia que ya no existe: quieres pensar que estás en la mejor tienda de antigüedades. Cuando sales, te das cuenta de que el librero nunca te habló, se la pasó poniendo música en su tocadiscos. “Hay librerías donde los libros gritan ‘Sálvame, sácame de aquí’”, diría Yánover.
Foto: Hache Ortiz
6. Librería Lerner (Bogotá)
Aquí los dependientes -o libreros que no son propietarios- son el alma de una de las librerías más grandes del país. A pesar de concentrar gran cantidad de títulos, alrededor de 160.000, para ellos el reconocimiento no pasa por la cantidad de libros vendidos. Al visitarlos parece que su intención es tentar al lector con lecturas cercanas y dejarlo que él tome la decisión. Quizá es ahí donde Lerner falla, porque cuando sabemos qué libro queremos, cuando el librero no nos pone a prueba, el espacio de la librería pierde sentido. Tomamos cualquier Fernando González, hacemos la fila donde hay más de 15 personas, pagamos y salimos sin darnos cuenta de que detrás del cajero, en una de las estanterías, hay una linda pintura.
5. Librería Palinuro (Medellín)
En esta librería no se venden libros viejos sino «libros leídos». Libros que ya han pasado por bibliotecas antiguas y que han estado a punto de caer a un tarro de basura. Puro mecato para los ratones de biblioteca.
Dos escritores, un caricaturista y un administrador fueron los responsables de fundar este espacio para la tertulia. ¿Quién podría negarse a un recomendado de Elkin Obregón? Al parecer muchos. En 2011 publicaron en su cuenta de twitter: “Si no mejora Palinuro, vamos a tener que poner otro negocio. Estamos pensando en una farmacia: Remedios la bella”. Sin embargo, la librería sigue en pie, aunque tuvo que mudarse del centro de Medellín al sector Estadio.
4. Pensamiento Crítico (Bogotá)
Cuatro libreros están en espera desde hace 15 años por alguien que les pregunte por Marguerite Yourcenar y no por Andrés Caicedo. Uno en cada esquina cumple con su tarea: Edgar limpia libros en la bodega; Claudio es quien da la bienvenida; Armando es la memoria de la librería, sabe dónde ubicar a Goethe y de dónde no mover al Marqués de Sade; y Javier, quien tiene 80 años, es el abuelo que cuenta las historias que nadie conoce. Se sientan en la entrada para burlarse de los que llegan preguntando ‘¿Aquí venden libros?’ Por eso más que vender libros de segunda, estos cuatro libreros le ofrecen una tarde de chistes verdes, de memorias del Bogotazo, de días mejores.
Fotos: Mauro León
Si esta librería se quedara sin libros, si por alguna desgracia Alejandro Torres, su propietario, no volviera a comprar las bibliotecas que dejan los que mueren, los que se divorcian, quedaría él, pues aunque cuenta con pocos títulos -todos raros y difíciles de conseguir- el encanto de este lugar está en que Alejandro no es un mercachifle. Sabe que tiene libros que quizá no se van a vender nunca, como los Alfred Polgar, y sin embargo habla de él como si fuera un best seller. En Árbol de Tinta Libros el librero es el tesoro.
2. Torre de Babel (Bogotá)
Es esta librería de segunda, la más grande de Bogotá, quizá del país, aún reposan algunos de los libros que la amante de León de Greiff le vendió a Felix Burgos, librero de Torre de Babel.
Entrar a esta librería es estar dispuesto a encontrarse con cartas de 1960 en las que un abogado de la ciudad le escribe a su amigo que lo extraña. Pergaminos tirados en el piso, libros y más libros sobre el sofá donde Félix conversa por su celular con sus miles de clientes.
En sus paredes hay pinturas que llegan, según Félix, por descuido. Mapas antiguos resguardados en una sala a la que los visitantes no tienen acceso. Cuenta que tenía una escultura entre dos estanterías, una escultura valiosa, pero como le intentaron robar dos veces, tuvo que esconderla.
Eso es lo malo de Torre de Babel: cuando entras, tienes varias cámaras encima, los dependientes te regañan en caso de que no sepas que debes dejar los bolsos o cualquier objeto con el que sea fácil robar libros. Sientes que todo el tiempo te observan a través de los espejos gigantes que hay en sus paredes.
Fotos: Mauro León
1. Libélula Libros (Armenia)
Las librerías están pobladas de libros, todas, obviamente, sin excepción. Pero existen ciertos detalles, igual de importantes, que no todas pueden presumir; como ha sucedido en Libélula Libros, la librería más querida, quizá la mejor del país (incluida la sede de Manizales).
En Libélula Armenia hay solo dos libreros: un músico y un filósofo. No superan los treinta años y aun así recomiendan, tientan, hacen dudar al lector antes de meter la pata. Les escriben, les leen, los llaman, siempre conversando de libros atraen lectores.
Pero quizá lo que hace de Libélula una librería distinta son las historias cercanas que conservan en medio de los libros, como el beso que dejó una muchacha en un papel como medio de pago para llevarse (sin sospecha de los libreros) el ejemplar que tanto buscaba; o el cactus que una amiga le obsequió a la librería para no ser olvidada cuando se cambió de ciudad; permitir las visitas de una niña de nueve años para jugar a ser la librera; las reuniones de amigos y visitantes todos los sábados en la tarde, esperando, como en la llegada de papá Noel, que el librero abra la caja de las ediciones nuevas.
Hay que importarles poco el dinero y darlo todo para hacer de Libélula el universo de la ciudad y permitir que se lea un libro completo, sin tener la intención de comprarlo y aun así ofrecerle café y galletitas y soltar el coqueto detalle: ¿cómo va la lectura?
Fotos: Jhon Aider Dávila
Por Tatiana Rojas