Bogotá, desde afuera, se ve oscura. Viéndola con los ojos de “las regiones”, todo está en escala de grises: cielo gris, calles grises, edificios grises, clima gris, gente gris. Todo gris. Pero cuando empieza a vivir aquí, a padecer y disfrutar la ciudad de todos los días, cuando los ojos y la cabeza se acostumbran a la velocidad con que todo pasa, empiezan a aparecer otros colores.
Así, después de cuatro meses de vivir aquí, me di cuenta de que Bogotá es mucho más colorida de lo que parece. Solo que es como un secreto que está escondido y que solo se revela a quienes quieren verlo. Me di cuenta de que los colores de Bogotá están en todas partes.
Me di cuenta, por ejemplo, de que en Bogotá el cielo es muy azul (cuando está azul). De que los ciclistas usan chaquetas y bicis de colores muy vivos para que nadie los pase por alto. De que el atardecer, cuando logro verlo, tiene tonos rosados y morados. De que a la mayoría de las casas, especialmente las de La Macarena y Teusaquillo, no les da pena que las vean vestirse con colores chillones (como sí pasa con la gente).
A los colores de Bogotá les han escrito mucho. El poeta Darío Jaramillo Agudelo, en el poema 9 de “Bogotá mía”, describió los colores que se ven a las seis de la tarde. El filósofo Armando Silva les dedicó un espacio en su libro “Bogotá imaginada”. Para él, “se puede predecir con tranquilidad que el color de todas las ciudades corresponde a una construcción cultural”. Así, los jóvenes que vienen de otras partes del país y disfrutan la música bailable, la ven amarilla y roja. Y los adultos, la siguen viendo gris.
Y también hay arcoíris: la torre Colpatria es como un caleidoscopio de colores neón y las paredes de la ciudad se convirtieron, conscientemente o no, en una paleta de todos los colores imaginables. Germán Sarmiento, del colectivo Cebras por la vida -ese que se dedicó a cambiar el imperceptible blanco de las cebras peatonales por patrones coloridos y alegres-, considera que “Bogotá es una ciudad colorida en donde hay mucho rojo y azul y ahora, con las expresiones del arte urbano, la ciudad se ha llenado de color”.
Ahora que sé que Bogotá tiene millones de colores más allá del gris, quise seleccionar los que, para mí, son los más representativos. Esta es mi escala de la Bogotá colorida.
Los cerros que custodian Bogotá desde el oriente son siempre del mismo tono, pero siempre son oscuros. Para mí, son color “verde montaña que está lejos”. Aunque en apariencia son agrestes y secos, sus casi 14.000 hectáreas son tal vez el elemento más importante para mantener el agua y el equilibro ambiental del resto de la ciudad. Para mantener el resto de verdes que, para la artista Lizeth León (@cucharitadepalo) están “especialmente en las zonas rurales de Bogotá, que son muchas. Es un color presente no solo en la vegetación, sino también en las fachadas”.
La piedra bogotana también se llama piedra muñeca o piedra arenisca. Pero es, ante todo, bogotana: originaria de las canteras de Cundinamarca, aunque ya no es tan común, en una época fue muy usada para construir fachadas, por su resistencia. Este tono de amarillo (que no es uniforme y se puede encontrar entre el ocre y el crema) se ve sobre todo en el centro. Domina casi toda la Plaza Bolívar (está en sus monumentos, en el Capitolio, en el Palacio de Liévano, en la Catedral) y se ve también en el Teatro Colón, en el edificio Murillo Toro, en el Palacio de Nariño, en el Planetario Distrital y en algunas partes del Eje ambiental.
Otros tonos de amarillo: para Daniel Bermúdez, un arquitecto obsesionado con la luz, Bogotá es de un amarillo “especial que le da esa luz de estar 2800 km más cerca de las estrellas”.
El recuerdo más lindo que tiene mi prima de mi abuela, es cuando salían por esos “potreros” que quedaban detrás de Pontevedra, a caminar y a recoger flores de sauco para cuidarse la gripa. No tenían que buscarlas, porque ellas resaltaban con su blanco orgulloso encima de tanto verde. Hoy siguen siendo comunes y se pueden encontrar en casi todas partes, aunque su blanco ya no es tan puro, su orgullo está un poquito manchado por el gris de la polución y los carros.
Otros tonos de blanco: el de Monserrate que, como diría Darío Jaramillo, a veces “brilla casi rosado”, a veces es casi azul o casi morado. Es un blanco que tiene la facultad de reflejar los colores del cielo o de las luces con que lo iluminan, como para que no nos olvidemos de que está ahí, vigilándonos desde arriba de la montaña.
Es un rojo vibrante y polémico. Un rojo que, desde principios de los 2000, recorre con el afán y el juicio de las hormigas casi todas las calles de esta ciudad. Ese rojo Transmilenio que se parece tanto al rojo de la sangre o del amor, pero que no termina de decidirse, se convirtió en una nueva insignia de la ciudad.
A pesar de todos los colores que la adornan, Bogotá siempre tendrá algo de gris. El casi constante gris del cielo, el de las calles y el de tantas zonas industriales o comerciales. Para Armando Silva, la mayoría de los bogotanos ven a su ciudad gris porque la sienten melancólica, serna y temible. Pero el gris no tiene que tener una connotación negativa. Silva dice que, aunque muy a su pesar la ciudad hoy es de la escala de los amarillos, él extraña “el color gris, el de la ciudad fría, lluviosa, en la que la gente caminaba con abrigos y paraguas”.
Este es, tal vez, el que más resalta de todos. Cualquier bogotano diría sin pensarlo que Bogotá es anaranjada. Los adobes pelados de la ciudad se ven en todas partes y le dan un colorido que Germán Sarmiento describiría como “esa luz que se refleja en el ladrillo”.
Y aunque, obviamente, todos los edificios de ladrillo de Bogotá no fueron construidos por Rogelio Salmona, este arquitecto fue el que hizo las obras más importantes en este material: las Torres del parque, la Plaza de toros, las Torres de Salmona. Salmona es además, el arquitecto colombiano más importante y, siempre, defendió el ladrillo como uno de sus materiales favoritos para construir.
Los colores de Bogotá vistos de los ojos de Gonzalo Ariza
Este artista bogotano capturó los colores de la Bogotá de su época, la que le tocó vivir entre 1912 y 1995.
Ilustraciones por Silvia María Triana
Por Maria Camila Bernal