Por: Valeria Cuevas González.

@olarevuccello

La semana pasada volví a tomar un ‘cebollero’. Fue como regresar a ese momento en que las esquinas de los barrios populares, a eso de las 5:50 de la mañana, estaban llenas de personas que esperaban por esos buses gigantes y coloridos. Estos ya venían llenos, con música arrabalera a todo volumen, con gente colgando de las puertas y con el conductor afanado, que a veces ni paraba.

Tomé el bus en la décima con diecinueve. Una vía que aún está llena de estas busetas que reciben pago en efectivo y que visten una franja blanca que dice ‘SITP provisional’. Vislumbré que varias de ellas tenían un billete de mil pesos gigante pegado al vidrio delantero con una nota que decía ‘Si no va a pagar completo el pasaje, no se suba’. Sí, al parecer el “regateo” está en vía de extinción y con ello, esa frase cotidiana: ‘¿Me lleva por mil?’.

Eso me hace pensar en qué va a pasar con tantas personas que no tienen cómo pagar un pasaje en el sistema de transporte. En mi bolsillo de estudiante, aparte de la tarjeta ‘Tu Llave’, mantenía un billete por si las moscas para coger el bus que pasara primero. Sabía que no me dejaba lejos de mi casa y todo estaba bien, pero me preguntaba por esas personas que no tienen para pagar su tiquete e, irónicamente, necesitan por lo menos dos buses de ida y dos de regreso.

Los ‘cebolleros’ llegan a mi mente con nostalgia, porque aparte de representar la cultura bogotana, durante mucho tiempo han sido una opción barata y popular para movilizarnos. Era un trayecto estresante, sí; estéticamente feo y desagradable, también, pero era toda una aventura. Barato, asequible y presente en la verdadera ciudad: los barrios. Se podían parar en cualquier esquina y se desviaban del trancón, así uno podía llegar rápido y despelucado.

El nombre de ‘cebolleros’ nació por las rutas que estos buses cubrían cerca de los mercados. Allí se subían los comerciantes con sus bultos de papa y todo tipo de alimentos, entre ellos, cebollas. Se subían por la puerta de atrás y se sentaban en las que eran sus sillas, los costales. A su vez, hay usuarios que aseguran que el nombre de ‘cebollero’ nació a causa de los olores fuertes que se esconden en su interior.

Estos buses estaban jerarquizados y tenían más de un nombre. El ‘colectivo’ era más pequeño y el pasaje era más caro; las ‘busetas’, más grandes y para las personas de más caché; los ‘chatarrudos’ eran los más viejos; las ‘tartalas’ que no podías parar de pensar que las latas se iban a caer; los ‘mochileros’ porque todo el mundo se subía bien equipado; y los ‘lichigueros’, especiales para los que querían pedir rebaja.

Uno ya conocía a los conductores de su ruta y cada bus tenía nombre propio. “Allá viene la ‘Isla del sol’”, “La ‘Perdomo’ siempre pasa llena”,  “El chofer de la ‘Aeropuerto’ maneja horrible”,  “La ‘Diana’ es muy demorada”.

Si los ‘cebolleros’ desaparecen con ellos se van las calcomanías de la compañía Warner Bros y el Bugs Bunny desteñido, el rosario colgando del retrovisor, las cortinas malolientes que generaban más calor dentro de la buseta, la silueta del Divino Niño Jesús o el Sagrado Corazón de Jesús estampado en las puertas, los vendedores de curitas que caían como anillo al dedo, de fondo las rancheras o el último disco del momento como banda sonora y el timbre en lo alto, inalcanzable, y ruidoso.

Muchos pasajeros fieles a este tipo de transporte coinciden en que se han aguantado, por lo menos por una vez, los shows con las amantes, que siempre les llevaban la coca con el almuerzo caliente. O cuando apostaban carreras con otros buses de la misma ruta a ver cuál recogía más pasajeros, la tal ‘guerra del centavo’. O qué me dicen cuando durante todo el trayecto alguien hablaba por celular y cuando llegaba el suspenso, la persona se bajaba y uno terminaba sin saber el fin.

El transporte público siempre ha sido sujeto de críticas y denuncias. En Bogotá, los usuarios nunca se han mostrado conformes. La semana pasada, exactamente el 21 de abril, El Tiempo mostró en una nota pequeña del mismo día en 1917 cuando los capitalinos ya se quejaban ante la Empresa de Tranvía de Bogotá por la demora de los tranvías que duraban aproximadamente 35 minutos en el recorrido. Así, 100 años después el dilema sigue vivo, con TransMilenio y el SITP.

No es mentira que el sistema de transporte en Bogotá ha avanzado, pero no por buscar modernizarse se debe olvidar que en la ciudad hay desigualdad y muchas personas no tienen cómo acceder al servicio. Habrá que rezarle a la Virgen del Carmen, patrona de los conductores, para que aquellos buses que siguen recorriendo vías inexploradas por las rutas de otros medios, permitan movilizar a los ciudadanos, en especial a esos que solo tienen los $1.000 pesos.

Si gastamos más horas de nuestra vida en el transporte público, si los trancones se están incrementando, si pagamos un pasaje que sube y sube de precio, entonces por lo menos que el trayecto sea interesante y apasionante como lo eran los paseos en los cebolleros.