Por: Juan Pablo Parra

Sentada en la parte superior de las gradas del Estadio del Olaya Herrera, Cecilia Peña observa a su hijo Sergio pitar el partido Cardenales vs Estrella Roja. Cuando el árbitro detiene el partido para atender a un jugador en el piso, un hombre con una camisa roja que le forra la barriga, sentado a solo cinco sillas de distancia de Cecilia, se para, abre los brazos como un crucificado y grita: “Arbitro comprado, te regalaron el pito, hijueputa”. Cecilia mira para el otro lado y sonríe.

El Estadio Olaya Herrera es una cancha profesional, ubicada al sur de Bogotá, que contrario a las recomendaciones de la FIFA tiene los arcos en las zonas oriental y occidental. La cancha está rodeada por tres tribunas de ladrillo y pasto de seis escalones y una construcción de concreto en el costado sur, con silletería cubierta para 2500 personas.

En la tribuna cerca de 800 asistentes ocupan las gradas en pequeños grupos. En la parte central, donde se sienta Cecilia, están sentados los hinchas de Estrellas Rojas; el equipo que pierde uno por cero. Cecilia persigue a su hijo Sergio con la mirada por todo el campo, o eso parece, pues es imposible saberlo porque usa gafas negras y cachucha a pesar de que el día está nublado y que está bajo cubierto. Junto a ella, lo que parece el líder de un clan familiar, no para de gritar: “Vamos estrella, vamos estrella”.

En toda la tribuna hombres y mujeres gritan. Cecilia parece no fijarse en sus acompañantes, solo mira el campo de juego y esconde las manos entre las piernas. Ella es la única madre en el estadio que no dice una sola palabra para animar a su hijo.

Sergio Peña es árbitro hace tres años.

Sergio Peña, el hijo de Cecilia, tiene 17 años, usa peinado militar, tiene piernas largas y mide casi uno noventa de estatura. Es árbitro hace tres años y entró al escalafón hace un poco más de un año, desde entonces dirige partidos en la Primera C de Bogotá. Sergio heredó de su hermano mayor, Darío, el pito y las tarjetas luego de desistir como jugador de fútbol debido a problemas con el horario de su estudio. Hoy es el único de los Peña que sigue en el arbitraje. Sergio ha pitado al menos 105 partidos, en promedio 35 por año. “Algunos son buenos –gracias a Dios-, otros son malos. Pero en todo caso, nunca faltan los gritos de la gente de la tribuna”, dice Sergio.

La primera C es una liga interclubes donde adolescentes con el sueño de ganar en euros por patear un balón hacen sus primeros goles. A pesar de ser una liga pequeña, la C es un buen lugar para que los nuevos árbitros puedan foguearse. Si bien los equipos no tienen grandes hinchadas, los familiares, los jugadores adolescentes y las directivas de los equipos pueden perder el control y echarle la madre al árbitro o escupirlo. En una ocasión, luego de que Sergio retiró de la cancha a un miembro del banquillo, le llovieron monedas desde la tribuna.

Una de las asistentes del partido.

En la cancha el árbitro acompaña a un jugador cardenal que está tirado en el piso, un contrincante le toma la pierna para estirársela. Desde las gradas, los chiflidos se transmutan en palabras: “Árbitro”, “¡Eh Juez!, sáquelo”. Cecilia conserva su atención en el juego. El jugador se para y el partido continua, los gritos no se detienen, los dos directores técnicos y algunos asistentes se paran y empiezan a gritar a diestra y siniestra. El árbitro les tiene que pedir a los directores que se calmen.

Sergio, como su madre, nunca mira a la tribuna, sigue corriendo de un lado a otro de la cancha. Las zancadas grandes, la espalda erguida e inmóvil y la posición de los brazos – adelante y los codos pegados al cuerpo – le dan a sus desplazamientos un aire de Ballet. El árbitro alcanza el balón, lo deja pasar y se devuelve trotando sin mirar a atrás. Deja que el juego continúe, pero mantiene los ánimos bajo control a punta de tarjetas amarillas.

Desde la tribuna, a medida que el tiempo se acaba, los gritos diversifican sus objetivos, los “vamos estrellas”, se trasforman en “pásela, no sea envidioso”, “Director, por el centro, por el centro”, pero también los ‘hijueputazos’, combinados en una amplia gama de ofensas, ganan frecuencia. “El árbitro y los jugadores se parecen”, dice Cecilia “si ambos se equivocan les gritan de todo, eso es así”.

Sergio y  Cecilia al finalizar el partido.

Cecilia sigue el partido con calma, sabe que su hijo no gana ni pierde, a su alrededor los hinchas soplan la vuvuzela y la nombran con frecuencia. Ella sabe que no es personal.  Ella sabe que no es personal, que aunque los hinchas, sin saberlo, la insultan en la cara, no es personal. Los padres van por sus hijos y ella por el suyo. Cuando sus hijos fueron jugadores, ella le gritaba al árbitro.

Después del pitazo final, sin cambios en el marcador (Cardenales 1- 0 Estrellas Rojas), los hinchas de Estrella bajan corriendo al campo de juego y se pegan a la reja que separa la cancha de la tribuna, increpan al equipo técnico y a los jugadores. Los técnicos les piden que se calmen. Cecilia se queda sentada mientras los asistentes al partido salen. Un niño baja los escalones con cara de sufrido y dice “árbitro comprado, árbitro comprado”.

Los cuatro árbitros salen de la cancha y se meten en una pequeña pieza de ladrillo, donde se cambian, comentan el partido y hacen chistes. Los dos equipos se encierran en sus respectivos camerinos. Al inicio, el silencio es absoluto, luego la voz de los directores técnicos repitiendo instrucciones y corrigiendo con nombre propios es atronadora. Cuando los jugadores salen los padres los esperan, Sergio y su madre se encuentran y se van juntos, nadie les dice nada. No era personal.

 

JUAN PABLO PARRA

ESCUELA DE PERIODISMO MULTIMEDIA DE EL TIEMPO