“Mami, mis piernas están fuertes”. “Papi, ya puedo saltar”. Mientras sonríe y poco a poco retoma la alegría, inquietud y desorden normales en una niña de tres años de edad, Antonia, mi hija menor, luce orgullosa de su propia lucha. Esa que empezó, de forma visible, hoy hace un mes. El 4 de julio de 2017.
Ese día, fue diagnosticada con una enfermedad que suena a pesadilla: Artritis Idiopática Juvenil Sistémica. Un mal del que jamás habíamos oído hablar. Un mal que no teníamos idea de cómo manejar. Una condición clínica que nos asustaba. Fue como si, de pronto, el camino sin sobresaltos de ser padres de dos niñas sanas y fuertes se llenara de trompicones y agujeros. Entramos en un túnel largo, sin luz ni oxígeno en el que, supusimos, nos esperaba la tragedia.
Hoy, un mes después de haber escuchado esas cuatro palabras, el camino es un poco diferente. Sí. Todavía hay miedo. Mucho. Y nos suele asaltar en las noches cuando mi esposa, Johanna, y yo nos despertamos asustados a tocar la frente de nuestra niña para sentir si tiene fiebre. Si la asalta ese calor penetrante y malsano que se convirtió en el símbolo de todos los miedos. Porque, quién lo creyera, todo comienza con una fiebre.
Pero también hay esperanza. Una esperanza que crece potente y se nutre con pequeñas señales: cuerpo a temperatura normal, una carrera en el parque, una sesión de baile al ritmo de cualquier pieza de música infantil, -si vieran el cariño que le agarré a una canción llamada ‘De nada’ de la película Moana-, o el deseo de seguir corriendo y jugando pese a que llega la noche. Porque la noche, hace un par de meses, querido lector, era el momento del ‘todo está mal’. Esta enfermedad es un bicho noctámbulo que ataca con ira cuando se oculta el sol.
Por eso, una noche de juegos es tan feliz como un gol de tu equipo o como el primer beso con el primer amor. No exagero. Y sé que quienes viven o tienen un familiar que padece esta condición saben de qué estoy hablando. Cada pequeña alegría es un ladrillo en el muro que ponemos para detener el avance de la enfermedad. Un muro que tiene su base en los medicamentos y el control de los especialistas, pero que se hace fuerte con cariño, con optimismo, con fuerza y apoyo. Sobre todo, con mucho apoyo.
Confieso que me animé a escribir este blog porque quiero hacer contacto con ustedes, los padres de los al menos 19 mil niños que se estima hay en el país con Artritis Juvenil. Es una forma quizá de saber que ‘no estoy solo’. Pero también es mi manera de recordarle que ‘usted no está solo’. Y que si está recorriendo este mismos senderos, le aseguro que es mucho más fácil hacerlo acompañado.
¿Qué es la AIJ o enfermedad de Still?
No es fácil explicar en términos sencillos en qué consiste la Artritis Idiopática Juvenil. Por eso, me tomo el atrevimiento de usar un video de un grupo de tres reumatólogas pediatras que han dedicado su tiempo libre a fortalecer la organización Care for Kids, un grupo de apoyo a padres y pacientes con AIJ.
Allí, cada mes o dos meses, quienes vivimos el día a día con esta condición tenemos conferencias útiles, consejos y, sobre todo, apoyo más allá del consultorio. La iniciativa es liderada por tres reumatólogas pediatras: Adriana Maldonado, Sally Pino y Pilar Guarnizo. (Para más información y unirse al grupo, haga clic aquí).
En fin, esta es la explicación, sencilla, corta y clara, de qué es la Artritis Idiopática Juvenil.
Un camino largo hasta el diagnóstico
Toda buena película tiene un ‘punto de giro’, es decir un hecho radical que cambia el rumbo de la historia y que afecta al héroe de forma contundente. El de Anto fue el 28 de mayo. Un día feliz de parque y juego que terminó con un típico raspón en las rodillas. Como se los hacía uno a esa edad. La diferencia es que, al otro día, no quiso caminar en el jardín de niños. Se quejaba de un dolor intenso en las piernas mientras que, al mismo tiempo, le subía la temperatura con una rapidez de miedo.
A partir de ese momento, comenzaron nuestros ‘meses de batas blancas’. Dos hospitalizaciones. La primera fue de dos días por una eventual neumonía. Y bastaron 48 horas sin fiebre para ser dados de alta.
Lo extraño del caso fue que, en la hora 51, precisamente cuando se escondió el sol, regresó el calor corporal excesivo. Pero esta vez acompañado por unas extrañas manchas de color rosa en la piel. Como una alergia. Decidimos esperar una semana, el tiempo que el médico recomendó para terminar el tratamiento, para volver a consultar.
Y fue una semana oscura. Anto pasó de ser una locomotora a estar en una cama todo el día, casi sin hablar, sin jugar, con muy pequeños espacios de mejoría en las mañanas (si se le puede llamar mejoría a llevarla cargada al comedor a comer). Y picos de fiebre y dolor en las noches. Días de llanto e incertidumbre. Tras una nueva consulta pediátrica, le hicimos varios exámenes que arrojaron un resultado: tenía 30 veces más glóbulos blancos en la sangre que la cantidad considerada límite. Hospitalización inmediata. Supusimos que sería otro par de días. No. Fueron 20.
No me quejo. La atención médica dedicada a Anto fue de otro mundo. Los pediatras de dos instituciones prácticamente terminaron trabajando de la mano para descartar posibilidades. Lo duro fue la ‘mecánica’. Punciones y chuzones diarios para muestras de sangre, canalizaciones, exámenes, en fin. Dolor y más dolor. Y fiebre. ¡Siempre fiebre! El termómetro parecía burlarse de nosotros. No he podido volver a tocar el que está en mi casa. Lo odio. Pobre aparato, al final qué culpa tiene. Pero así es uno…
Y Antonia afrontaba su prueba con valentía. En los momentos de ánimo sonreía, buscaba jugar. Nos abrazaba. Era ella quien nos daba ánimo.
Y en los momentos de recaída expresaba su dolor no con llanto, sino con ira. Gritaba furiosa. Peleaba por igual con papá, mamá, enfermeras, médicos y hasta con quienes le llevaban sus alimentos. Sus rabias, al igual que sus pronunciados y desordenados crespos, se hicieron famosas en el centro médico donde estábamos. Eso sí, por más que gritara, se dejaba hacer todos los procedimientos médicos.
Y bueno pero, ¿por qué tantos exámenes si Anto tenía todos los síntomas de la AIJ? Porque médicamente a la AIJ se llega por descarte. Hay que descartar primero muchas posibilidades. Desde virus hasta tumores en la sangre. Es una tarea compleja incluso para los especialistas (por fortuna, estamos en manos de una pediatra reumatóloga maravillosa).
Fue ella quien nos dio el diagnóstico, no solo con su voz, sino con un abrazo que hasta hoy agradecemos. Y lo hizo cuando tenía una certeza del 100%. Cuando el margen de duda no existía tras mes y medio mes de búsqueda. Y si bien el diagnóstico es preocupante, es preferible a la incertidumbre. No por nada la doc nos dijo: “No es lo mismo tener una fiebre sin saber por qué a tenerla con un diagnóstico”. Y así empieza este camino…
¿Qué viene? Entendiendo la enfermedad, sus riesgos y sus posibilidades.