Este mes retomamos un camino que creíamos ya superado. La búsqueda de un jardín para Antonia. Sí. Ya ella asistía a uno. El mismo al que fue Majo, el mismo al que fui yo. Un lugar que adoramos. Que nos encanta. Que es excelente. Pero que a nuestra guerrera, con sólo oírlo nombrar, le produce pánico y la desata en llanto.

Claro. No fue fácil para Anto. Su camino escolar comenzó en enero de este año y se truncó, en mayo, por culpa de la Artritis Juvenil. Cuando la adaptación, difícil de por sí, parecía superada, vinieron el dolor intenso y las fiebres. Su último día de jardín ni siquiera pudo caminar. Pasó el día en brazos de su profesora. Estaba decaída e irreconocible. A partir de entonces, comenzó el viacrucis hospitalario y el camino que nos tiene hoy en esta batalla.

Los recuerdos se forman a partir de lugares, olores y sensaciones. Y hoy, el bello jardín en el que estaba es -para ella- sinónimo de enfermedad. Y ese es un sentimiento que hay que respetar. Por eso, en 2018, irá a un lugar más pequeño pero más cercano a casa. Y lo más importante, un lugar que por fin la hace sonreír. Poco a poco, Anto ha pasado del miedo a la ilusión de volver al colegio.

Todo este proceso ha tenido una ‘frase de batalla’ que nos inspiró. La dijeron los padres de Aromi, una pequeña y hermosa niña coreana que entró a estudiar en el mismo grupo escolar de Maria José hace algunos años. No hablaba español y apenas empezaba a descubrir la cultura occidental. Pero su mamá tenía claro que todo iría bien mientras su pequeña fuera feliz. “No importa nada. Quiero que Aromi esté donde sea feliz”, dijo.

Palabras simples que se vuelven un mantra poderoso. Más cuando tu hija tiene una condición con la que, quizá, deberá batallar toda su vida. Ser feliz. Verla feliz. Hacerla feliz. Sentir que puede ser feliz. Palabras que antes eran frases de cajón, hoy adquieren una trascendencia enorme.

No recuerdo, entre mayo y julio de 2017, cuando Anto estuvo hospitalizada, un solo día de sol. Mis memorias son tan oscuras como el cuarto del hospital en el que estuvo. Recuerdos cubiertos por un velo negro. Días eternos y grises que anticipaban el comienzo de una vida mustia llena de medicinas, dolor, impotencia, discapacidad y hasta muerte (porque, querido lector, de los 7 subtipos de AIJ que existen, el sistémico es el único que, mal cuidado, puede matar).

Con ese panorama, ¿vamos a hablar de ser felices? ¿En serio crees que podemos hablar de una vida feliz? Hace unas semanas me habría reído en la cara a quien me viniera a hablar de felicidad. Hoy, la cosa ha cambiado. Y comenzó a cambiar cuando empecé a mirar unos centímetros más abajo de mi perspectiva de adulto y me encontré con los ojos de mi pequeña luchadora.

Sí, eran días oscuros. Pero Anto, aún en los momentos más horribles de su enfermedad, nos sonreía. En los picos de dolor o de fiebre tenía un momento para mirarnos y ponernos tiernamente una mano sobre la cara (esa es su forma de expresar amor hasta hoy).

Y ahora, cuando el tratamiento avanza, lento, pero avanza, sonríe como ninguna, juega con una energía desbordante, se reta a saltar y a correr. Y siempre, siempre, repite una frase con toda la fuerza de sus pulmones de tres años: «NO ESTOY ENFERMA. YO ESTOY BIEN Y FUERTE».

Es ella quien debe soportar al visitante indeseable. Es ella la que debe tomarse cinco pastillas cada viernes. Es ella la que debe soportar cada mes los chuzones de las muestras de sangre. Y es ella la que, pese a eso, juega, ríe, disfruta y vive su infancia con energía desbordada. Entonces, ¿tengo derecho a hacer drama? ¿Tengo derecho a sentirme infeliz y superado? No. Y punto.

Hoy, gracias a eso, puedo recordar más días de sol. Como el que hacía la primera vez que la llevamos al parque tras salir de la clínica. Como el que adornaba el cielo un fin de semana en el que, otra vez, bailamos juntos (Sí. Dancing Queen, de Abba). O el que la observó hacer movimientos de tai-chi los viernes con nuestra querida Susana, su ‘abuelita de los masajes’.

Ahora, la pesadumbre se matiza cuando, al sentirme débil, cierro los ojos y la recuerdo en el cumpleaños de Martín, el hijo de Sofía (mi amiga del alma) escalando hasta la cima de un laberinto para niños y luego arrojándose desde el tobogán más alto de todos. Esa escena hoy, varias semanas después, todavía me hace sonreír. Todavía me llena de energías.

¿Se puede ser feliz con una enfermedad crónica?

SÍ. Y si alguna vez tienes dudas, mírala a ella.

Nos vemos la próxima semana…