En Twitter: @MarthaAmorO
Aprendí que nombrar las cosas y calificarlas es un legado del colonialismo. Que la estructura de nuestra sociedad es una cárcel creada por los colonizadores para perpetuar su dominación. Que por esa estructura quizás muchos vemos caos en donde no lo hay, separamos la vida entre malos y buenos, negros y blancos, ricos y pobres, nominamos sin interpretar, y no entendemos otras formas de desarrollo cuando nos enseñaron que las carreteras y las moles de concreto, lo eran.
Estudié todos los argumentos que validaban esas enseñanzas. Y aunque mi vida ya no sería igual, es decir, ahora miraría con muchos más cristales, por más que me esfuerce, esta ciudad sigue siendo un caos ante mis ojos.
A Cartagena, el turismo la presenta al mundo como el rincón más bello de América. La publicidad dice que es «mágica, única, tuya». Los periodistas elaboran más y la presentan como una ciudad de contrastes: bella y fea, rica y pobre, faustosa y miserable, señorial y prostituta, reproducen sin notarlo o saberlo, las nominaciones duales que simplifican la realidad y la vida para la dominación.
Las postales de Cartagena no tienen gente, sino hermosas edificaciones coloniales diseñadas por el exquisito gusto europeo. Cuando aparece gente, generalmente son palenqueras que disfrazan con vestidos de colores para hacerlas llamativas, sonrientes y oculten la exclusión y el racismo de la que son víctimas sistemáticamente, ellas y los más de 300 mil pobres que tiene la ciudad.
En esas postales no se ven las mototaxis. Ni ese caos del que hablo. El solo mototaxismo es un ejemplo de la complejidad existencial de esta ciudad, de las contradicciones de nuestra sociedad. Es la expresión de las tantas cosas que callamos y preferimos ignorar para vivir en el mundo que nos inventaron y repetirnos que hacemos parte del país más feliz del mundo. El mototaxismo es un testimonio de la lucha de clases, el resultado de nuestro parapeto de Estado neoliberal, es nuestra cara sonriente ante la tragedia, al mismo tiempo que la cara fea de nuestro desarrollo accidentado, caótico y desesperanzador. Es la cara de un Estado fallido y de los malabares de su gente por sobrevivir sobre dos llantas que paradójicamente, a muchos, conduce a una muerte instantánea.
Somos una postal partida en millones de pedazos que no encajan, que el viento desordena y esparce quizás para escondernos las voces que se encuentran y alejan dentro de una construcción cultural, hegemónica, política, económica y de resistencia.
Hay que educar, hay que apresar, hay que perseguir, hay que prohibir. Así se oprime y se controla todo lo distinto a los propósitos del poder. Somos hijos de un orden que tiene mecanismos para ordenar lo desordenado. Claro, es más fácil hablar de la cultura de la ilegalidad que de las fallas del Estado que gestaron dicha cultura.