En la Cumbre de Río en 1992, aparecen los conceptos de desarrollo humano y desarrollo sostenible que sirvieron de preámbulo para que en 1998 con el Plan de Acción de Estocolmo, la relación Desarrollo y Cultura, fuera un tema de agenda mundial.
A partir de ese momento, se fijan unos ejes de acción para que los Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas, trabajen en concordancia con lo que allí se establece que es todo un redireccionamiento ideológico para la fijación de las políticas en pro del «desarrollo de las naciones».
Esta nueva ideología replantea ciertos paradigmas que tendían a mirar la cultura como un obstáculo para el desarrollo, en especial para aquella corriente que sugiere que el desarrollo «requiere» de ciertos «sacrificios» generacionales.
La cultura entra al discurso del desarrollo para liberar la tensión antes descrita pero también como «estrategia» de conexión entre las pretensiones externas y los complejos contextos culturales, en aras de no atropellar las costumbres de la sociedad intervenida pero al mismo tiempo, reducir la resistencia de esa sociedad hacia las intervenciones, con los cotizados discursos conciliatorios.
La historia nos ha demostrado que todo aquello que pasa por las lógicas de los mercados sino es robusto, poderoso y fuerte está condenado a desaparecer, y en ese sentido preocupa adoptar el discurso de la cultura en clave de desarrollo, cuando está en juego todo unos valores inmateriales por no decir espirituales como la creación, autenticidad, espontaneidad, diversidad, heterogeneidad, identidad, libertad, intimidad, entre otros derechos tanto individuales como colectivos, que serán transformados y condenados a la instrumentalidad del capital, si los enfoques en materia de política pública para la cultura se dan desde las lógicas de las «industrias creativasindustrias culturales».
Estas decisiones sobre esa riqueza espontánea de la que trata la cultura, la convierten en bienes transables o en herramientas de negociación política, como suele suceder en sociedades y gobiernos acríticos, clientelistas y politiqueros.
Algunos me dirán que precisamente son esos bienes culturales los llamados a protegerse bajo este nuevo enfoque de desarrollo. Pero el discurso se torna completamente romántico en las justificaciones de esos proyectos culturales en clave de desarrollo, en los que la cohesión social, los derechos culturales de las personas, la alegría, el reconocimiento, la tradición, la memoria, lo festivo, lo patrimonial, son el valor, pero también el riesgo de reducir a la cultura (que tiene un halo de sagrado y espiritual) en un bien insertado en un modelo económico de reproducciones que destruye sin piedad todo aquello que no conviene sostener.
La cultura ha sido siempre ese escenario de resistencia natural y ahora está cooptado por patrimonizaciones.
El papel de los representantes de las naciones firmantes de las «convenciones» sigue siendo el mismo a lo largo de la historia: inspirados en discursos poderosos, románticos y utópicos, firman y se acogen a «compromisos jurídicos obligatorios» sin medir o importarles las implicaciones que esto conlleva a las naciones que representan.
Por ello, demandamos una legislación crítica y consensuada de nuestros bienes culturales, mucho más ahora en esta era de los TLC, no sea que nuestros genios creativos, sean asaltados en su buena fe y pierdan hasta la propiedad intelectual de sus creaciones.