Retumban en mis oídos las palabras de los profesores del colegio. Siempre repetían «ustedes son el futuro».  El ímpetu de la transformación de nuestras conciencias develaba espíritus briosos que prometían ser el cambio en una sociedad que parecía tocar fondo.  Con ligero optimismo algunos depositaban sus esperanzas en jóvenes que podían hacer la diferencia.  El futuro llegó y en pocos rostros reconozco la rectitud que juramos defender, por ende, nada ha cambiado.
Me cuesta creer que las jóvenes que se asquearon al quitar su venda al mundo y notar la corrupción, la avaricia y los pecados del sistema,  hoy impunes,  alegres,  sin señales de remordimientos, peor aún, orgullosas de lo que hacen y representan, son exactamente lo que repudiamos en nuestros años mozos.
Si estuviera hablando de sólo una o dos estaría incómoda pero no indignada. Me es inconcebible que quienes estuvimos ahí, mirando los ojos de los esperanzados, hoy no carguemos con la responsabilidad de este presente tan desolado.
Siguen las promesas en los salones de clases y me pregunto; ¿estará allí el cambio o se trata de otra forma de retórica ramplona y sin fundamento que un par de profesores románticos cree o simulan creer como parte de un oficio libreteado para engañarnos sobre el equilibrio de las cargas y las posibilidades de cambiar el rumbo de la historia, revertir las injusticias y la mezquindad de los ricos?
No puedo callar mi desencanto porque creí en una generación de iguales. Me rodeé de mujeres inteligentes, capaces, que visualicé como líderes guerreras de las causas justas, fuertes, hermosas. Creí en una generación transformadora y veo a una generación conformada, no todas, por supuesto que muchas están guerreando desde sus posibilidades, pero otras, quizás las más «fuertes» están vencidas por la fuerza de una cultura de esposas perfectas que utilizaron sus encantos para «atrapar» a un «buen partido» y no para «tomarse el mundo» como sugería,  en ese entonces, la publicidad de una gaseosa que curiosamente también se refería a una «generación».
Sería injusto señalar a quienes la fuerza de la necesidad las contuvo y no tuvieron opciones, pero sí debo hacerlo con aquellas que se ponen una venda hipócrita y creen que la diferencia entre ellas y los «verdaderos» corruptos es la cantidad de lo robado. Las que defienden dicha corrupción como prácticas normales. Aquellas que ven en el dinero el camino más expedito para sus fines y sus motivaciones son precisamente acumular ese dinero con el que comprarán más consciencias, adquirirán más lujos  y las hará pertenecer a esa sociedad que excluye y arrasa con lo que debería ser de todos. Ellas se justifican diciéndome que yo no sé de la vida.
Debo decir con dolor que las presidenciables de mi generación son lambesuelas de ese maldito sistema que mantiene a «mi pobre gente pobre» comiendo mierda.