Haber creído que Santos firmaría la paz en un año y que no utilizaría los diálogos con las Farc  para su reelección, era ignorar los fríos cálculos de todo buen poquerista.  Hoy más claro el panorama sabemos que las intenciones del presidente son reelegirse sin que le saquen en cara los votos uribistas, parado en una orilla distinta a la que en su momento le permitió ser presidente. Es que lógico, Santos necesita un mérito propio para desmarcarse por completo de su antecesor, desdibujar el rótulo de traidor y saciar su ego. Le prende una vela a dios, otra al diablo y más de siete millones de velitas a los congresistas, velas para los empresarios, para uno que otro pobre y todas las necesarias para levantar su bajonazo de popularidad de cara a las elecciones.
Los movimientos de Santos nos hacen pensar que como todo buen político colombiano, no le importa nada más que sus non sanctos intereses, mientras el país se sostiene, cual equilibrista, de las tensiones y crisis que sus distintos males pueden desatar.
Lo digo porque desde el punto de vista económico, ya los economistas nos prendieron las alertas de una burbuja que no demora más de seis años en estallar y nos sometería a una recesión tan fuerte como la vivida en Estados Unidos y Europa que desencadenaron millones de despidos masivos, los que a su vez generaron miles de suicidios y una sociedad altamente deprimida y desesperada.
Desde el punto de vista del desarrollo, seguimos atascados. Basamos el crecimiento en la extracción y explotación, ignorando la experiencia comprobada de ser un modelo insostenible, que arrasa y deja miseria aquí y las ganancias millonarias van a alimentar las arcas de otros países cuya relación con nosotros es estrictamente instrumental. De todas formas, seguimos con problemas de competitividad por cuenta de nuestras malas carreteras, el costo del combustible y las desigualdades que plantean algunos tratados.
La violencia y el narcotráfico siguen ahí.  Soterrados y atomizados en los cascos urbanos, cooptando a nuestros hijos en las esquinas de barrio, sentenciando a pena de muerte el futuro, configurando una estética mafiosa, una cultura del atajo y de la trampa que ejemplarizan con eficacia la mayoría de los políticos de nuestra nación.
El juego político da asco.  El descaro de la mayoría de los congresistas desborda cualquier límite de vergüenza.  Estamos obligados a ser espectadores del juego de cínicos que se creen más hábiles que el resto.  Se presentan con cara de «yo no fui» y aunque nadie les cree, se reeligen una y otra vez.  Aun así, a esto le llamamos democracia.  Ellos «nos representan», toman decisiones por nosotros, todas desaprobadas de manera obvia y tajante. Realmente no les importamos, sólo servimos como idiotas útiles a su juego.
Lo triste es que frente a unas elecciones nuestras barajas son pocas, malas y de la misma pinta.  En una carta, tendremos a Santos como «opción de paz» y en la otra, que ironía, oposición de su estirpe, a su primo Pacho, otro Santos, una verdadera «hecatombe» hablando en términos prácticos.
La Alianza Verde languidece y sus intentos por resucitar al partido esperanza son ideológicamente un fiasco, la tercería debería plantearse en términos ideológicos si realmente quiere tomar fuerza, en lugar de estar haciendo alianzas políticas y tomando el camino tradicional que aborrecemos los del voto de opinión. Además el verde está tan desacreditado que por ahí no es la cosa.
Los medios nos venden la idea que la única forma de ganarle a la «hecatombe» es reeligiendo a Santos y el gobierno nos quiere hacer creer que los dueños de los diálogos son ellos, nada de esto es cierto. Un buen candidato para la tercería, que sí lo hay, podría liderar perfectamente los procesos que Santos mal atendió por sus desafortunados malabares politiqueros y continuar con los diálogos de paz. Enderezar un país que se distrajo con los sofismas de un presidente que jugó bien sus cartas y nos hizo pensar, que contrario a la tradición, un poderoso gobernaría para el pueblo.