La discusión mediática que ameritaron las palabras del dueño del famoso restaurante capitalino, donde al parecer se produjo una violación a una joven de 19 años, fue criticada porque descentró la atención del “verdadero crimen” y se crucificó a un “pobre hombre nervioso” que se equivocó en una entrevista.
Lo que ignoran estos más papistas que el papa es que la lucha por disminuir o evitar estos hechos se ve profundamente afectada por posiciones como las de Andrés, que infortunadamente no es de él solito, sino del grueso de los colombianos, que justifican los crímenes o buscan culpabilidad en la víctima. Lo mismo pasa con los homicidios, pues “si lo mataron fue por algo”. Justificamos el homicidio, como justificamos la violación porque la chica era hermosa y llevaba minifalda. Ave María purísima, se persignan las abuelas porque se les ve hasta el alma… y estos delitos quedan impunes por reproducir esa mentalidad mojigata.
Sí, la mayoría de las mujeres víctimas de delitos sexuales no denuncian porque la misma justicia para establecer la culpabilidad del acusado, las somete a preguntas y exámenes incómodos y vergonzosos. La baja tasa de judicialización y la condena social, incluso de los más cercanos, hacen de este un flagelo poco visible y que las mujeres carguen su pena en silencio.
Vestirse es una forma de expresión y criticar o censurar la forma como uno decide vestirse es igual que coartar la libertad de expresarse. Peor aún es creer que la mujer en su libertad de elegir ser sensual y “provocativa”, si quiere, tiene culpa de que la abusen sexualmente o la violen. Si así estamos en este país, pobre de aquellas que dicen sí a un beso, a una caricia, acceden a una intimidad limitada y la “pareja” no sólo insiste sino que ignorando la decisión, la voluntad, el deseo y la exigencia de la mujer de parar, la abusan en una situación que para el resto de la humanidad es consentida y sólo en la mente, el cuerpo, el corazón y la dignidad de esta mujer queda la degradante, dolorosa y asquerosa experiencia de una violación.
“¿A qué jugamos?” se pregunta Andrés. Le respondo que el erotismo es parte de la experiencia humana y la sexualidad tiene unos límites que son demarcados en consentimiento y voluntad de las partes involucradas, cualquier transgresión a tal voluntad, debería ser penalizada porque atenta contra la integridad del individuo.
Tienen hombres como él, el descaro de juzgar que una mujer salga casi desnuda a la calle; que respetando a quienes en un acto de plena libertad deciden hacerlo; miles lo hacen atiborradas de imágenes del consumismo y presionadas por la valoración de “hombres“ que no controlan sus instintos y son incapaces de meterle sesos y corazón a la sexualidad; se visten no con criterio sino con miedo a no ser aceptadas en esa sociedad que al tiempo que se burla de las faldas largas, condena las minifaldas.