I. Había una vez, un horizonte lindo. Cuando subías el puente que une Canapote con Crespo, podías ver el mar juntándose con el cielo, en una línea que parecía interminable. Un día una mole de cemento comenzó a tapar el paisaje. Una alharaca unos días, una orden de “suspensión” de la obra cuando prácticamente estaba terminada y al rato, el edificio inaugurado en todo su esplendor, encima de la arena del mar, en la propia playa. Así pasó con el Hilton, con Las Américas, Las Velas y con casi todas las construcciones en las inmediaciones del mar, las órdenes de restitución parecen un saludo a la bandera y las persecuciones judiciales muy selectivas.
II.El San Lázaro Distrito Artes está en medio de una polémica porque el Ministerio de Cultura dice que sus constructores no le solicitaron permiso y me pregunto: ¿Si lo hubieran solicitado se lo habrían dado? ¿Un permiso es lo que legaliza lo ilegal? Ya después de construido y basada en la experiencia no lo van a demoler. ¿Qué van a hacer entonces? ¿Una negociación es lo que hace legal sobrepasar la altura permitida? O es que una “sanción” pecuniaria resarce los “daños” al “patrimonio”, permitirá que desde el Centro no se perturbe la visual del monumento o dejará de violar lo reglamentado en el POT?
Pareciera que las declaraciones patrimoniales antes de preservar sirvieran de pretexto para intromisiones hambrientas de mermelada. Serían positivas si evitan que un alcalde venda, negocie, afecte o destruya el “patrimonio”. Sería positiva en este caso si hubiera actuado a tiempo. En el mismo sentido, hay dos obras que a la vista de todos se hacían, pero sólo cuando están a punto de terminarse el IPCC las objeta. Por paquidérmico o por sospechoso, el IPCC debería ser investigado.
III. Había una vez una playa hermosa. Un ferry la hacía parecer lejana, un puente la acercó y mucha gente la visitó. Había más gente que agua de mar y granos de arena. La basura y depredación presentes. Era el hombre acariciando la virginidad de Playa Blanca.
La forma más original que encontraron para protegerla fue ponerle precio, cual prostituta, pagar para que la disfrute cualquiera menos quien no tenga. El mar, considero yo, el más público y democrático de los espacios nos permite no sólo entretenimiento y disfrute, sino la contemplación a una perfección que ejercita nuestra espiritualidad.
Planear, innovar e involucrar a la comunidad de Barú en un esquema de desarrollo participativo local, al menos, nos alegraría el alma, aunque cueste más, pagaríamos con gusto la entrada a un verdadero parque natural y no a los despojos de la gente indolente.
Proteger lo bello debería estar exento de los intereses mezquinos de gobernantes y particulares que cercenan lo público y lo reducen a estadios de exclusión que exacerban la desigualdad y fragmenta aún más una sociedad sin cohesión social y por ende, anárquica.