“…los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra” La Soledad de América Latina, Márquez 1.982
Cartagena parecía un pueblo fantasma. Suele verse así cuando algo extraordinario ocurre. Es como si la historia se repitiera, la resistencia se muere de hambre y se vuelve invisible para la escenografía de las cámaras y silenciosa en los extramuros así como en los sepulcros. Cartagena estaba escondida junto con todos sus pesares, algarabíos y excentricidades para que pudiera lucir bella ante el mundo. Así lo suelen decidir las autoridades y por ello reclamó Timochenko en su discurso, ahora populista de político en carrera, para congraciarse con el pueblo que no estuvo presente en la ceremonia de la firma del Acuerdo.
Pero ni ello, una apreciación quizá resentida por querer estar en donde al menos yo no podía, empañaría el momento que como nación me conmoviera más en la historia de mi vida.
Mujeres víctimas sobrevivientes de la masacre de Bojayá cantaron su perdón en frente de sus victimarios, los de fuego y los de abandono, los de sangre y los de olvido, es el mayor acto de gallardía del que haya sido testigo, lecciones de perdón sobre el rencor y la venganza, melodías antes que insultos, silenciando fusiles, armonizando con palmas y voces, primera bofetada de realidad de la que no puedo escapar sino con llanto, magnanimidad hecha mujeres chocoanas.
Vi ondear bandera blanca a Sigifredo López, otra víctima de la guerrilla y el estado, quién soy yo para opinar aquí cuando el dolor trágico se vistió de sonrisas y le cantó a la paz. Como él muchas víctimas se hicieron presentes para cantar su perdón. Santos inició diciendo que todo era por ellas y Timochenkó grabado y de testigo el universo entero pidió perdón y manifestó su arrepentimiento.
El pánico que se vivió por cuenta del sobrevuelo de un avión fue resumido en la cara de Timochenko y fijado por las cámaras de televisión. Pánico porque nuestra memoria de la guerra está viva, porque ese ruido, que hoy le dio la bienvenida a la paz, más que un mal chiste, es la reacción condicionada de la historia de bombardeos que cesaron el pasado 26 de agosto, cese ratificado este 26 de septiembre y al que no debería existir duda que será la voluntad del pueblo el próximo 2 de octubre.
A los seis meses de la mesa de negociaciones, Santos estaba incumpliendo su promesa de hacer un proceso exprés. A los dos años, era su excusa perfecta para hacerse reelegir. A los tres años el desgaste del proceso nos hacía escépticos. A los cuatro, llegó el acuerdo y todo ese tiempo, esos ires y venires, esos problemas, lo hacían más real, más sudado, menos de papel, más de carne y hueso.
En las tantas veces que estuvo al borde de caerse el proceso de paz, que con maromas de todo tipo se logró que ninguna de las partes se levantara de la mesa, allí está el fuego con el que se probaron estas voluntades. Hoy les creo. El miedo de Timochenko está basado en el exterminio que sufrieron otros grupos que abandonaron las armas, a menos que esté listo para un Oscar, su miedo me mostró que en la “confianza” está sustentado todo.
Con la ilusión de que caminamos hacia un país distinto, el orgullo radiante y también magullado porque se firmó en la siempre histórica, heroica y esperemos menos excluyente Cartagena, con el corazón palpitando fuerte, sonoro, anhelante de la paz estable y duradera en Colombia solo nos queda el sí en las urnas. Porque como lo diría Gabo en su discurso del Nobel y lo repetiría Santos y Rodrigo Londoño en la firma del acuerdo, tenemos la segunda oportunidad sobre la tierra para no estar condenados otros cien años de soledad.