Es fácil confundir el amor romántico con el amor.  Los grandes poetas, casi toda la literatura, las canciones, películas, series y novelones, agnósticos y religiones se empeñan en imágenes distorsionadas.  El amor es un término incomprendido, es un comodín para llamar a tantas emociones que se esconden en el miedo de ser y de pensar.

 

El escritor y poeta chileno Roberto Bolaño escribió “Demasiado bonito para que durara, ya saben, los espíritus singulares no soportan tanto amor, tanta perfección encontrada por casualidad“ una escena en donde el valor se vuelca al “espíritu singular”, el cual es un interesante destino en una sociedad de consumo que se esfuerza por reproducirnos en serie, pero que pone el amor fuera de sí y como un goce insoportable, cuando en realidad es sereno.  

El amor es una fuerza capaz de construir, reparar, restablecer, de acuerdo a la experiencia de vida, o a la estatura de su espíritu, el cual no se cultiva repitiendo oraciones o pagando diezmos sino con autoconocimiento.

El espíritu es la esencia transcendente del ser, la no materia, lo que permanece cuando parece no quedar rastros, lo que se eleva con las experiencias, lo que se racionaliza y decide en función de la estética compartida de la moral, del tal bien superior, que no es un bien mezquino, sino para el universo. No es complejo, elevar el espíritu consiste en amar.

La experiencia del amor es un goce tranquilo, no tiene nada que ver con la pareja o con el otro.  Tiene que ver contigo y lo que has hecho de ti, también con lo que das libre y desinteresadamente.  Cuando puedes eso, lo puedes todo.

Quiero hablar del amor entre mujeres, esas con quienes hemos estado en una vil y despiadada competencia sin sentido.  A nosotras no nos enseñaron el amor, sino que nos construyeron un relato sobre una falsa idea de amor que exigía dosis de sacrificio, descuido de las necesidades y deseos personales, humillaciones, aguante.  Un relato que nos ha hecho creer que el “amor todo lo soporta” y sobre ello una condena larga y pesada de vida indigna.

Atreverse a amar a otras mujeres sin reservas, ni pretensiones, es un caudal infinito de bienestar, alegría y felicidad.  Cuando hacemos red, equipo, el mundo se vuelve pequeño y finalmente conquistable, no para oprimir a nadie, sino para ser.  Una red llena de sororidad es irrompible. La solidaridad, que incluye a los hombres, también es posible, pero hay que seguir desmontando un sistema de desigualdades que impide que el “desinterés” sea genuino, el amor lo puede.

El amor libera de complejos y te expande exponencialmente sin tropezar a nadie. Cuando tocas con amor su efecto edificador no para.

Una columna dedicada e inspirada en mi amoroso club de lectura “Las mil y una lectoras”.